EL ESPEJO
Sentada esperando a
otra persona, una paciente, cuando JiL una mujer de 36
empezó a contarme su historia sin preguntar por qué o el cómo
había llegado a este lugar de reposo. Empezó a decir que había
intentado quitarse la vida. Dijo que tratando de solucionar un
problema de sueño se sirvió de sus conocimientos y su experiencia
como auxiliar de enfermería para empezar a automedicarse. En un
principio hacían efecto, luego de un tiempo dejaban de funcionar
pues ella bien sabía que lo que la mantenía despierta era la
ansiedad, producto de los duelos sin resolver que cargaba: duelo por
la muerte de su padre a corta edad, frustración por el deseo de ver
y sentir a su madre ser feliz después de esto, aflicción por la
separación de su núcleo familiar, la muerte reciente de un tío al
que cuidaba, la separación del hombre con quien llevaba años de
relación, el robo de su carro y la pérdida de varios empleos. Esta
hermosa mujer se sentía vacía, pero no se sentía ni hermosa, ni
mujer. Se atacaba con pensamientos de invalidez, no los reflejaba ni
en el trabajo ni en casa, ocupaba su cabeza su quehacer cotidiano
teniendo dos trabajos o ayudando a resolver problemas de familiares y
amigos. Así, de esta manera se olvidaba de ella. Cuando salía con
sus amigas se sentía mal y regresaba pronto a su apartamento, a
mirar al techo, a intentar dormir, cada vez aumentando la dosis de
los medicamentos “para que le hagan efecto”. La última vez,
ingirió más de 50 pastas, de esas y le agrego otras que le habían
quedado de su tío. Escribió una carta, un “testamento” y se
quedó dormida, pensando que sería la última vez que cerraría los
ojos, pero sorprendentemente para ella, familiares, médicos e
incluso yo que le escuchaba, a la mañana siguiente despertó como si
nada hubiese pasado, entonces rompió la carta y fue cuando decidió
consultar con el especialista. Quede impactada, el hecho que
sobreviviera, que despertara de nuevo. ¿Qué puede depararle el
futuro? ¿Para qué está siendo preservada? Logré conmoverme por
ella, se sentía mal porque acaba de recibir un mensaje de alguien
que se había enterado de lo sucedido formando conjeturas y
diciéndole que no tenía derecho a hacer tal cosa, pues consideraba
que ella era una persona que lo tenía todo. Empezó a llorar y al
mismo tiempo se disculpaba, se avergonzaba de lo acontecido. Debía
concluir la conversación, tenía otras actividades. Mientras me
alejaba reflexionaba en la necesidad de JiL en ser escuchada, en cómo
aunque nunca la interrogue se acercó y me hablo sin ningún tipo de
traba. Mi docente me permitió continuar trabajando con ella y el
tema principal de cuidado sería el relacionado con duelo. Pero ¿Cómo
ayudar a una persona que no sabe que quiero ayudarla? Pensaba en
ella, en la manera de encender su llama interna. Intente ambientar la
sala con música relajante, al llegar ella decidió apagarla, aseguro
no gustarle. Sentí que lo próximo que haría sería rechazar mi
acompañamiento por ser estudiante. Así que decidí practicar el
ejercicio de la “taza”. Le sugerí que escribiera en ella todas
las cosas que creyese le afectaron para llegar hasta tal punto de
crisis. Me miró despectivamente, sin embargo admitió que falto
espacio para escribir aún más. Leímos un cuento del que pudo
inferir que debía vaciar la propia taza que representaba su vida
para poder continuar. Reconocer lo llena que estaba su taza y su vida
de asuntos sin resolver y los métodos “antiella” para
poder solucionarlos ayudo a la aceptación del resto de la actividad.
Esta parte de la biografía de JiL es un llamado de atención de la
vida a todos, llamado a comprender que a veces nos llenamos de
conocimiento y posesiones, alimentamos el cuerpo y olvidamos el alma,
alma que pide a gritos ser escuchada, de la que permitimos resonar
solamente el eco y olvidamos aquellos recursos de los que podemos
echar mano para salir y continuar cuando las compañías, los
quehaceres, las cosas y los años se van, desapareciendo poco a poco
nuestro espejo, quedando la esencia en sí, el reflejo de la propia
alma.
-The
Dirty_____
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