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Tercer Concurso de Cuento Corto: El Malquerido




El Malquerido


Por: Dumbo.

La quietud del ocaso de antier se estropeó por el estruendo que produjo el cuerpo de Elena Liscano al colisionar con la acera de su domicilio. El aciago cuadro perfiló un cuerpo femenino inmóvil y estallado, bajo la mirada atónita de Alejandro Carvajal, que entre el marco de la ventana, adornado por cortinas ondeando entre el viento, custodiaba, embebido de libertad, el cuerpo de su pareja. Su ominosa presencia reflejaba la turbación y el estupor respondiendo así al logro de un capricho.

Las fragancias exasperadas de conflictos sentimentales sitiaron a las dos almas, imprimiendo en ellas la sin salida: el punto muerto del egoísmo. Sin duda, él no permitió que ella siguiera entregando a su hogar un amor incapaz, y aunque esta historia pudo culminar de otra forma, todo lo que ocurrió, entre los dos, condujo a un final lóbrego sin que nadie emitiera crítica alguna.

Según se lee:

Él, hombre de sencillo aspecto y apariencia juvenil, transpiraba ternura y mesura en cada una de sus acciones, aunque su reposo también lo adornaban las mismas. De cabeza estrecha y ojitos claros, ostentaba una gracia natural tildada por la inocencia y vivacidad, componentes esenciales de su llamativa masculinidad. A ella la benevolencia de las observaciones físicas y espirituales, en esta edición, no la acompañó después de muerta: mujer, de personalidad ambigua y sabores amargos; su singularidad recae en que la beldad en su filiforme talle carecía de presencia; de orgullo desmesurado y, suma decir que, según lo leído, tenía presente que no podía ser en soledad, era ella a partir del desdén hacia él. La verdad de todo era que no atesoraba mérito en su tez. Él, por el contrario, atesoraba un mérito: su padre, el dueño del único periódico del municipio.

Él, con su pasividad “característica”, y ella, con su definido orgullo, se trenzaron antes que la puesta del sol concretara esta historia en desacompasados traumatismos orales. Sin desbordar la sencillez de su inocencia, con carácter y alérgico a la violencia, Alejandro puso fin a la toxicidad conyugal. Con una tenue expresión finalizó vínculo alguno con Elena, y esa declaración prosaica, de quien tanto amor proclamó por ella, la sumió en el sopor de la perplejidad, y así, sin reclamo, sin reproche, respondiendo no al desamor sino a su egoísmo y vanidad, se abandonó sin apuros al vacío del otro lado de la ventana, estremeciendo a sus vecinos con el golpe que produjo el encuentro de su cuerpo, el suelo y la gravedad.

Este juicio conyugal aparenta razonamiento, pero los gritos femeninos de aquella tarde fueron silenciados, faltando a la justicia, por las líneas editoriales. Si toma usted, con presteza, la anterior descripción reseñada en el único periódico del municipio y titulada “El Malquerido” leerá que aquél suicidio se desarrolló muy a propósito. No se fíe, por lo menos hasta que vuelva ella, suspirando sus pesares y envuelta en requiem aeternam dona eis domine et lux perpetua luceat eis, y le confirme o refute lo que se ha dicho.

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