El Malquerido
Por:
Dumbo.
La quietud del ocaso
de antier se estropeó por el estruendo que produjo el cuerpo de
Elena Liscano al colisionar con la acera de su domicilio. El aciago
cuadro perfiló un cuerpo femenino inmóvil y estallado, bajo la
mirada atónita de Alejandro Carvajal, que entre el marco de la
ventana, adornado por cortinas ondeando entre el viento, custodiaba,
embebido de libertad, el cuerpo de su pareja. Su ominosa presencia
reflejaba la turbación y el estupor respondiendo así al logro de un
capricho.
Las fragancias
exasperadas de conflictos sentimentales sitiaron a las dos almas,
imprimiendo en ellas la sin salida: el punto muerto del egoísmo. Sin
duda, él no permitió que ella siguiera entregando a su hogar un
amor incapaz, y aunque esta historia pudo culminar de otra forma,
todo lo que ocurrió, entre los dos, condujo a un final lóbrego sin
que nadie emitiera crítica alguna.
Según
se lee:
Él, hombre de
sencillo aspecto y apariencia juvenil, transpiraba ternura y mesura
en cada una de sus acciones, aunque su reposo también lo adornaban
las mismas. De cabeza estrecha y ojitos claros, ostentaba una gracia
natural tildada por la inocencia y vivacidad, componentes esenciales
de su llamativa masculinidad. A ella la benevolencia de las
observaciones físicas y espirituales, en esta edición, no la
acompañó después de muerta: mujer, de personalidad ambigua y
sabores amargos; su singularidad recae en que la beldad en su
filiforme talle carecía de presencia; de orgullo desmesurado y, suma
decir que, según lo leído, tenía presente que no podía ser en
soledad, era ella a partir del desdén hacia él. La verdad de todo
era que no atesoraba mérito en su tez. Él, por el contrario,
atesoraba un mérito: su padre, el dueño del único periódico del
municipio.
Él, con su
pasividad “característica”, y ella, con su definido orgullo, se
trenzaron antes que la puesta del sol concretara esta historia en
desacompasados traumatismos orales. Sin desbordar la sencillez de su
inocencia, con carácter y alérgico a la violencia, Alejandro puso
fin a la toxicidad conyugal. Con una tenue expresión finalizó
vínculo alguno con Elena, y esa declaración prosaica, de quien
tanto amor proclamó por ella, la sumió en el sopor de la
perplejidad, y así, sin reclamo, sin reproche, respondiendo no al
desamor sino a su egoísmo y vanidad, se abandonó sin apuros al
vacío del otro lado de la ventana, estremeciendo a sus vecinos con
el golpe que produjo el encuentro de su cuerpo, el suelo y la
gravedad.
Este juicio conyugal
aparenta razonamiento, pero los gritos femeninos de aquella tarde
fueron silenciados, faltando a la justicia, por las líneas
editoriales. Si toma usted, con presteza, la anterior descripción
reseñada en el único periódico del municipio y titulada “El
Malquerido” leerá que aquél suicidio se desarrolló muy a
propósito. No se fíe, por lo menos hasta que vuelva ella,
suspirando sus pesares y envuelta en requiem aeternam dona eis
domine et lux perpetua luceat eis, y le confirme o refute lo que
se ha dicho.
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