DAREU.
Dareu había nacido
con una malformación. Tenía dos cabezas. Ambas tenían personalidad
y conciencia.
Su era pescador en
el día. Alcohólico, violento, con aires de grandeza y deseos de
saciar su lujuria en adolescentes. Ese era en la noche.
La madre tenía la
vista perdida. Siempre parecía seguir un punto invisible. Una línea
recta le dividía la cabeza por la mitad. El cabello se transformaba
en una maraña de algas sobre los hombros. Barría el suelo de tierra
una y otra vez hasta formar obstáculos para el ebrio marido.
Limpiaba las paredes de madera varias veces al día, aunque realmente
nunca podía quitar el polvo.
El hambre de años
daba al hombre un aspecto de niño. No tenía ninguna habilidad
especial. No había conocido a ninguna mujer. Solo se acercaban a él,
adolecentes ingenuas que conocía por su padre. Ese parecía su
destino. El de su padre. Como si la pobreza, la perdición y el
olvido fueran de carácter genético.
La cabeza sobrante
gran parte del tiempo permanecía quieta, sin la mayor expresión,
pasando desapercibida. Sin embargo, el aire a su alrededor era
diabólico. En sus ojos se advertía una maldad latente y sus dientes
amarillos y torcidos le daban un aspecto de psicópata.
Dareu después del
trabajo se sentaba en la colina cerca del pueblo. Pensaba en cómo
salir adelante. Soñaba con una vida lejos. Una casa de ladrillo. Una
familia. Vivía en la desesperación. Rodeado de ruinas y
desesperanza. Por ello tenía una férrea fe en el amor. Porque los
desventurados tendrían una vida mejor aquí mismo. No en el paraíso.
Los habitantes del pueblo habían dejado de creer en Dios hacía
mucho tiempo. Las ocasiones para misas y cultos se empleaban para
trabajar. Sabían que no existía Dios y si lo había, ellos no le
importaban en lo más mínimo.
Entonces empezaba a
escuchar esta voz pausada, apagada, haciéndole ver la verdad. Su
padre era un bastardo que se aprovechaba de los más débiles que él.
Su madre, embarazada muy joven, había dejado de ser humana. Era una
maquina automática en todo. El aseo, las conversaciones, el sexo.
Era una loca.
Y él. Él era un
nadie. Perdido entre la pobreza y la selva. Había nacido ahí, ese
se convertiría en su hogar y ahí moriría. Acabando su cuerpo con
el agua salada y el sol. Con las costillas brotando sobre la piel.
Teniendo como mujer a quien habría abusado en la juventud. Ese sería
él. Esos serían sus hijos. La fortuna era para personas que él
nunca conocería. Esas que salen en televisión. A su oído llegan
susurros ordenándole que mire a su alrededor. El pueblo, sus
personajes, su hábitat, su realidad.¿Por qué no acabar con todo?
¿Por qué no destruir la aldea? ¿Por qué no quemar ese virus antes
que se expanda y devore al mundo? Esa gente poco a poco se hundirá
en el caos hasta terminar en el canibalismo. Matar a todos. Para su
otro yo, esa era la solución, aunque significara su propia
aniquilación.
En ocasiones casi se
convencía. Pero encontraba cierta ternura en la expresión de su
loca madre y desistía.
La voz desaparecía
algún tiempo. Esperando que su atroces pensamientos. Entonces caía
como una únicamente ira y tristeza.
Cada día había más
sol, más hambre, miseria, más dolor. Aquella voz se hacía la razón
de su existir. Su destino desde que nació, era acabar con todos.
Ahora lo sabía. Ahora sabía que siempre había tratado de negarlo.
Dareu consiguió un
arma. Se paró en la colina y observó a los hombres en la playa.
Delgados, negros, sucios, con ropas maltratadas. Con la barba
descuidada y algunos dientes aún colgando de sus bocas. Puso el arma
en su cabeza. Luego, disparó.
Dejó una larga nota
de suicidio que termino en manos de los vecinos. Su muerte se volvió
tema. Excusa para encontrarse en la calle. Ninguna persona entendió
el texto. Se lo atribuían a un loco. Y su locura lo había llevado
al suicidio. Nadie nunca le vio dos cabezas. Lo recordaban como un
holgazán, aprovechado y abusador, igual que su padre.
Fitzka.
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