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Tercer Concurso de Cuento Corto: El castillo, el monarca y los sirvientes






El castillo, el monarca y los sirvientes:

En donde vivo el sol brilla con gentileza y la transición del día y la noche sigue su curso con naturalidad. El aire puro llena los pulmones de los que vivimos aquí. Cuando amanece se puede escuchar, sin mucho esfuerzo, las salutaciones de las aves, de los insectos y de las plantas; los animales, por su parte, estiran sus adormecidos cuerpos y se preparan para conseguir su alimento. En lo alto se encuentra un castillo, parece flotar, y, de tanto en tanto, unas personas parecen peregrinar al lugar. El castillo es el escenario de esta historia, una historia entretejida en la realidad de un sueño.

En el castillo hay unos sirvientes muy diligentes que se encargan de todo; pero, por extraño que parezca, a ciertas horas, en determinados momentos, cuando el rey duerme, estos nobles sirvientes se toman el castillo y vuelven todo un caos. Todo es diversión y los sirvientes, extáticos, vagabundean de aquí para allá. Pero el rey finalmente se despierta y ve todo el desorden; se levanta de su lecho y con un gesto pone a cada quien en su lugar. Poco después, el castillo recobra la calma y todo está bien dispuesto. El rey deambula por el palacio muy seguro de sí mismo pero, poco a poco, el sueño lo va venciendo.

En algún momento el rey, cansado ya de estas rebeliones de sus súbditos decide despedir a todos sus sirvientes. Pero una vez hecho esto, el monarca, por primera vez, se hace consciente de cuanto necesitaba de ayuda. Tiempo después, con el estómago adormecido, con el jardín convertido en una selva, con el castillo lleno de polvo; el soberano, a despecho de sí mismo, cede y consigue, no sin esfuerzo, que sus ayudantes regresen. Los sirvientes toman de nuevo su lugar y, una vez más, a la orden del jefe de la casa organizan todo. Pero el rey, a pesar de su determinación, es vencido de nuevo por el sueño.

Los sirvientes esta vez, en lugar de divertirse, convocan a una asamblea. Después de muchas discusiones y, una vez los más locuaces convencen a los temerosos, todos marchan con pasos firmes y sin vacilación a la recámara del rey. El rey duerme plácidamente, inocente de las maquinaciones de sus seguidores. Los sirvientes, con rostros ahora oscuros y malévolos, atan al rey con unas gruesas cadenas. Una vez el trabajo está hecho, salen de la habitación y cierran la puerta con llave. Se escuchan las risas y se prepara una gran fiesta en conmemoración a la nueva era. Ahora son libres, sin jefe; festejar es lo único que les queda.
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El rey finalmente se despierta por el alboroto del festejo, intenta levantarse pero, no puede moverse. Llora y se lamenta. Clama por ayuda. Después de unos días, el otrora monarca aún es presa de la pena y sigue cautivo. El tiempo pasó. Los sirvientes enloquecieron al poco; ninguno recordaba ya cuál era su lugar y su función; no eran felices, estaban desechos por el dolor; estaban solos; no podían hacer nada: acostumbrados ya a que alguien les dijese que hacer, ahora no eran capaces de hacer nada sin la orden del jefe. Ese es el precio que se paga por vivir demasiado tiempo siguiendo los deseos de alguien más.

Un día se convoca de nuevo a una asamblea. Esta vez deciden liberar al soberano. El rey está ahora profundamente dormido. Se abre la puerta, desaparecen las cadenas y solo hace falta que el monarca despierte. Pero no ocurre; el rey parece muerto. El castillo empieza a derrumbarse; todos intentan hacer algo, pero no hay señales de vida en el rey. Estuvo demasiado tiempo encerrado. Está entonces el castillo por desaparecer cuando, por sorprendente que parezca, un rayo cae y electrocuta al monarca. —Bzzz— se escucha algo vibrando. El rey se levanta con los pelos de punta, mira alrededor y sonríe — ¡esta vez sí que dormí demasiado!— exclama con una carcajada.

El castillo, por gracia, sigue en píe. El rey gobierna y los sirvientes, ahora dichosos, trabajan con esmero y dedicación. Todo en su lugar.

Farlan M.A.



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