En donde vivo el sol
brilla con gentileza y la transición del día y la noche sigue su
curso con naturalidad. El aire puro llena los pulmones de los que
vivimos aquí. Cuando amanece se puede escuchar, sin mucho esfuerzo,
las salutaciones de las aves, de los insectos y de las plantas; los
animales, por su parte, estiran sus adormecidos cuerpos y se preparan
para conseguir su alimento. En lo alto se encuentra un castillo,
parece flotar, y, de tanto en tanto, unas personas parecen peregrinar
al lugar. El castillo es el escenario de esta historia, una historia
entretejida en la realidad de un sueño.
En el castillo hay
unos sirvientes muy diligentes que se encargan de todo; pero, por
extraño que parezca, a ciertas horas, en determinados momentos,
cuando el rey duerme, estos nobles sirvientes se toman el castillo y
vuelven todo un caos. Todo es diversión y los sirvientes, extáticos,
vagabundean de aquí para allá. Pero el rey finalmente se despierta
y ve todo el desorden; se levanta de su lecho y con un gesto pone a
cada quien en su lugar. Poco después, el castillo recobra la calma y
todo está bien dispuesto. El rey deambula por el palacio muy seguro
de sí mismo pero, poco a poco, el sueño lo va venciendo.
En algún momento el
rey, cansado ya de estas rebeliones de sus súbditos decide despedir
a todos sus sirvientes. Pero una vez hecho esto, el monarca, por
primera vez, se hace consciente de cuanto necesitaba de ayuda. Tiempo
después, con el estómago adormecido, con el jardín convertido en
una selva, con el castillo lleno de polvo; el soberano, a despecho de
sí mismo, cede y consigue, no sin esfuerzo, que sus ayudantes
regresen. Los sirvientes toman de nuevo su lugar y, una vez más, a
la orden del jefe de la casa organizan todo. Pero el rey, a pesar de
su determinación, es vencido de nuevo por el sueño.
Los
sirvientes esta vez, en lugar de divertirse, convocan a una asamblea.
Después de muchas discusiones y, una vez los más locuaces convencen
a los temerosos, todos marchan con pasos firmes y sin vacilación a
la recámara del rey. El rey duerme plácidamente, inocente de las
maquinaciones de sus seguidores. Los sirvientes, con rostros ahora
oscuros y malévolos, atan al rey con unas gruesas cadenas. Una vez
el trabajo está hecho, salen de la habitación y cierran la
puerta con llave. Se escuchan las risas y se prepara una gran fiesta
en conmemoración a la nueva era. Ahora son libres, sin jefe;
festejar es lo único que les queda.
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El rey finalmente se
despierta por el alboroto del festejo, intenta levantarse pero, no
puede moverse. Llora y se lamenta. Clama por ayuda. Después de unos
días, el otrora monarca aún es presa de la pena y sigue cautivo. El
tiempo pasó. Los sirvientes enloquecieron al poco; ninguno recordaba
ya cuál era su lugar y su función; no eran felices, estaban
desechos por el dolor; estaban solos; no podían hacer nada:
acostumbrados ya a que alguien les dijese que hacer, ahora no eran
capaces de hacer nada sin la orden del jefe. Ese es el precio que se
paga por vivir demasiado tiempo siguiendo los deseos de alguien más.
Un día se convoca
de nuevo a una asamblea. Esta vez deciden liberar al soberano. El rey
está ahora profundamente dormido. Se abre la puerta, desaparecen las
cadenas y solo hace falta que el monarca despierte. Pero no ocurre;
el rey parece muerto. El castillo empieza a derrumbarse; todos
intentan hacer algo, pero no hay señales de vida en el rey. Estuvo
demasiado tiempo encerrado. Está entonces el castillo por
desaparecer cuando, por sorprendente que parezca, un rayo cae y
electrocuta al monarca. —Bzzz— se escucha algo vibrando. El rey
se levanta con los pelos de punta, mira alrededor y sonríe — ¡esta
vez sí que dormí demasiado!— exclama con una carcajada.
El castillo, por
gracia, sigue en píe. El rey gobierna y los sirvientes, ahora
dichosos, trabajan con esmero y dedicación. Todo en su lugar.
Farlan
M.A.
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