“Cómo olvidar
a mi padre”
Añoro mi juventud y
es difícil para mí olvidar algunas de las frases típicas de mi
padre cuando de corregir mi comportamiento se trataba.
“Dime con quién
andas y te diré quién eres”
“Con la misma vara
que mides, serás medido”
“Haz bien y no
mires a quién”
A todas estas frases
algunas de ellas típicas de mi región de origen allá en el Viejo
Caldas, hay una que nunca se me olvida la cual explicaré a
continuación y, ¿el por qué?
Cursaba yo el tercer
año de primaria cuando mi acudiente ayudado con una pequeña tienda
aspiraba a mejorar las condiciones para sobrevivir, en vista de, que
el poco dinero que ganaba al jornal no era suficiente para suplir las
necesidades familiares.
El local era pequeño
y un día al ver el cajón abierto, “dicen que la ocasión hace
al ladrón”, tomé diez centavos para gastar durante el recreo,
empero, como “vaca ladrona no olvida el portillo”, después
de dos o tres veces de cometer el mencionado ilícito, lo que inició
para mí como una pequeña pilatuna, poco a poco se convirtió en
algo común y cotidiano, a tal extremo que ya se me hacía normal el
extraer dinero en forma soterrada.
En una reunión de
padres de familia el director de la escuela preguntó a mi padre, que
¿Cuánto dinero me daba para el recreo? Y su asombro fue grande
cuando mi benefactor le contestó, “que para eso llenaba mi
estómago al salir de la casa y que nunca me daba un centavo”. Ante
esto, el educador le comentó que todos los días yo compraba una
gaseosa y un pan y, que en oportunidades invitaba a alguno de mis
compañeros. Posteriormente fue imposible imaginarme un seguimiento
ingenioso por parte de mi acudiente similar al efectuado por un
predador sobre su presa para caer sobre mí y darme el castigo
correspondiente.
Varios días
después, me alisté para ir a estudiar sin que me pasase por la
mente que mi progenitor ya había contado las monedas que tenía en
el cajón producto de las ventas anteriores. Viendo favorable la
ocasión, al momento de salir rápidamente abrí la gaveta donde se
guardaba el dinero de lo recolectado y saqué dos monedas, las que
servirían sin saberlo para marcar con señales indelebles mi
concepto de honradez a lo largo de mi vida posterior.
No había recorrido
treinta metros cuando sentí los pasos de mi padre y por su actitud
presentí que las cosas no estaban bien y que algo grave iba a
suceder, por lo que intenté deshacerme de las monedas en mitad de la
calle, pero no encontré cómo, porque su vista no se apartaba de mí.
Posteriormente sin ninguna conmiseración me obligó a ir tras él.
De nuevo en la
tienda, al comprobar que le había hurtado dinero sentí la mayor
paliza que haya recibido en mi vida por parte de mi acudiente.
En un descuido logré
sacudirme y salir a la calle con intención de huir, pero, de repente
su infaltable zurriago se enredó en mis pies haciéndome
trastabillar y caer. Como efecto del golpe algo tibio y viscoso
cubrió mi cabeza y mi rostro. Una sensación de descanso llegó a mi
mente, pues, creí que no me golpearía más al verme ensangrentado,
empero, mi frustración fue mayor, puesto que continué sintiendo el
zurriago que seguía lacerando mis carnes. En medio de afugias y
sometido a la vergüenza en la calle, escuché una vos de mujer que
gritó: “Deje al niño, no le pegue más; ¿no ve, que va a matar
al muchacho?”. Ante esto mi padre con voz sonora como la de un
trueno le contestó; “prefiero tener un hijo muerto y no tener
un hijo ladrón”.
Hoy, muchos años
después, sin pecar de masoquista, cuando me miro al espejo y observo
aquella pequeña marca en mi cabeza que me recuerda el valor de la
honradez que cada vez se ve menos, envío a mi acudiente quien ya se
encuentra en el cielo mis mensajes de agradecimiento: “gracias
viejo”, porque de no ser por ti, “pude haber sido arrastrado
por los vicios, la codicia, o la mala vida”.
Havo
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