El Gato
Peregrino:
En ese momento,
Miden caminaba con la arrogancia propia de los felinos: espalda
recta, miembros relajados, firme pero distendido. Las mujeres
parecían desmayarse con tan solo mirarle; comenzaban a decir cosas
impropias para una señorita como: —Auuuuuu, que es esa cosita
bonita, ven aquí para que mami te consienta—, o, peor aún, era
que un alocado pequeñín tuviese un frenesí de locura y saliera
persiguiéndole para agarrarle y no soltarle jamás.
Es curioso pensar
como el señor y la señora Morrison se casaron y llevan ya veinte
años juntos; muy curioso, pero, según mis pesquisas, poco profundas
sea dicho de paso, todo se debía a un tal Miden D. Morrison. Este
noble nombre, a despecho de nosotros, no era el de un príncipe, mago
o sacerdote; no, era el de un gato muy locuaz y juguetón, con
grandes bigotes, ojos azul profundo, un pelaje finamente cuidado,
negro arriba, blanco abajo y la punta de su cola también blanca.
La familia de Miden
vivía en una pequeña casa, en un pequeño pueblo, en un pequeño
país, en un pequeño continente, en un pequeño planeta y en una
pequeña galaxia. Todo era pequeño porque ante el “GRAN” Miden —el mismo se tenía por tal— todo se empequeñecía: tan arrogante como podría llegar a ser un gato, aunque no tanto como
podría llegar a ser un ser con dos piernas, una cabeza y dos brazos.
El señor Tornix D.
Morrison era un famoso doctor; era alto, de maneras finas y nobles y
con una amabilidad ejemplar. Todos querían y respetaban al señor
Morrison, y, por supuesto, a su gato. La señora Morrison era una
bella mujer, ni muy delgada ni muy rellena, en un equilibrio propio
de las reinas, según Tornix. Su cabello era dorado rojizo y tenía
unos grandes pozos azules en los que su marido se sumergía siempre,
desde el primer momento en que la conoció y hasta ahora.
Todo parecería
perfecto pero, como la perfección es cosa de debates filosóficos ya
que nunca estamos satisfechos con nada, este, por supuesto, no era el
caso.
Una mañana llegó
al pueblo un hombre con aires aristocráticos que exudaba un auto
estima que parecía enloquecer a las muchachas. Curiosamente la
señora Morrison se encontraba de compras acompañada de su gato;
ella palideció viendo a aquél tan bien parecido personaje; y, con
una sonrisa, peinó sus cabellos, arregló su ya arreglada falda y se
quedó viendo, con una coquetería impropia de una señora, los
perfiles del que pronto, a pesar de nosotros, nos enteraríamos de
que era el conde de Dinamarca.
Unos días más
tarde, la señora Morrison continuaba embelesada por aquel conde; su
marido, conociéndola tanto como la conocía, al poco se preocupó.
Miden, por su parte, observaba con sus grandes ojos a la que antaño
amaba con todo su gatuno corazón; ahora… no sabía él que pensar.
Tornix, finalmente, llenándose de valor, se acercó a su bien amada
esposa. Con palabras tan cariñosas como cabría esperar de un poeta
encumbrado le dio a entender que estaba profundamente preocupado por
ella. La señora, pobres de nosotros, alzó la mirada y exclamó: ¡me
voy!
Habiendo entonces
pasado una semana desde la partida de nuestra dama, el señor Tornix
estaba devastado; no entendía lo ocurrido. En su opinión, su esposa
no tenía motivos para abandonarle. Miden no sabía si reír o
llorar. Usando todos los encantos que este peludo tenía a su
disposición intentó, no con éxito, consolar a su dueño. El tiempo
seguía su curso con naturalidad. Tornix parecía marchitarse poco a
poco. El gato, siendo el único testigo mediato e inmediato de las
pasiones de la señora Morrison, tomó una decisión: rescataría a
su dueña de las garras del conde de Dinamarca.
Así, el cielo vio
nacer a un mártir de lo más particular. Así comienzan las
desventuras de un caballero que sostendría el peso del destino con
sus cuatro patas. Así, un bigotudo amigo, se convirtió, sin
desearlo, en el gato peregrino.
Farlan M.A.
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