Tercer Concurso de Cuento Corto: Ávido retrato




Ávido retrato
(Daniel Mina)

En la época de primavera, cuando el mundo se entendía entre afanes obligados y necesidades superfluas, él tenía la costumbre de ir al parque diariamente de una forma muy metódica: salir de su casa en un conjunto residencial después de la hora de almuerzo, y recorrer la primera avenida unas cuantas cuadras con un caminar despreocupado que se reflejaba en el arrastrar de sus chanclas al cruzar previsiblemente la calle, ya por instinto de una acción repetitiva, para continuar su camino hasta reencontrar su espacio predilecto, la banca de madera oscura igual a las otras, pero bajo la sombra de dos árboles florecidos, un gualanday amarillo y un cámbulo anaranjado, y, en ésta frescura, perder la noción del tiempo imaginando, anhelando, buscando un complemento de vida, un complemento de realización.

Ese día la tarde era muy cálida en aquel lugar donde el viento brillaba más que el sol por su ausencia. Estaba sentado, como era habitual, enajenado viendo al vacío, cuando un saludo inoportuno lo hizo parpadear. Tal gesto venía de una mujer que pasaba en frente suyo mientras estaba distraído, inmerso en sus pensamientos más ponderados y demandantes, sin la menor intención de verla, y menos provocar en ella tal acción. Ella receptiva de su entorno y fatigada por la temperatura reclamaba un descanso de la manera más amable al ver que la miraba desde un sitio tan fresco y tentador, diciéndole simplemente: - Perdón, buenas tardes, ¿me puedo sentar? – sin más esperó por la respuesta un momento, un instante corto, un lapso en el que tales palabras causaron en él una evocación subsecuente a lo que vendría después de un saludo, la respuesta a esa pregunta cordial, mientras la incomodidad se desarrollaba, y se revelaba simultáneamente, como un recuerdo divino, una silueta femenina coherente con sus fantasías que en algún momento había llegado a tener.

Cada detalle en ella formaba un todo ideal, una conclusión explícita, real de sus gustos implícitos, la musa perfecta, en su mirada profunda albergaba todo un universo de emociones obedientes al control de sus vehementes y finas cejas color ocre, que seguían la línea de su nariz delicada hacía sus labios con armonía tal, que inadvertidamente eran un fiel ejemplo de la proporción áurea.

Recorría su figura dibujando en su mente un boceto sutil con cada línea, cada trazo deteniéndose en cada parte un instante eterno de imaginación, entrando en cada mundo de elementos auténticos, explorando, subiendo montes aludidos a diosas y a elevaciones que vierten galaxias. Era éxtasis puro percibir sensaciones en sus dedos al pasar lentamente por los hilos de tan fino tejido y demarcar detalles en lápiz, que, aunque con gran destreza se desenvolvía, no llegaba a cumplir a cabalidad la tarea de reflejar semejante belleza.

En su mente a toda velocidad acudían ideas, que iban más allá de los detalles individuales, más allá de la ropa, más allá de la desnudez, de la piel tersa y joven, llena de lividez y energía, ideas que trataban de explicar, de hallar dónde estaba su esencia, su ser, la armonía que daba sentido al epítome de atracción, al todo tentador que saciaba sus expectativas.

Tal tarea parecía infructuosa, eterna hasta que repentinamente apareció una sonrisa leve y genuina. Sonrisa que no sólo era perceptible en su boca, lo era también en sus ojos, cejas, y en toda su figura, era un destello de emociones que hacía brotar palabras de su boca como un manantial entre la mustia tierra, y sacar de aquellas nociones recurrentes en su mente, una persona que respondía a un contacto visual verdadero.
  • Por supuesto, si no le incomodo – dijo él, e inmediatamente ella con una sonrisa marcada asintió.

Días más tarde había llegado temprano a las clases de verano de su técnica favorita, el óleo, y luego de ubicarse, Alejandro estaba enfrente de su lienzo pintando en un parque una mujer de cabello rubio oscuro con una sonrisa ávida…

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