Ávido retrato
(Daniel Mina)
En la época de
primavera, cuando el mundo se entendía entre afanes obligados y
necesidades superfluas, él tenía la costumbre de ir al parque
diariamente de una forma muy metódica: salir de su casa en un
conjunto residencial después de la hora de almuerzo, y recorrer la
primera avenida unas cuantas cuadras con un caminar despreocupado que
se reflejaba en el arrastrar de sus chanclas al cruzar
previsiblemente la calle, ya por instinto de una acción repetitiva,
para continuar su camino hasta reencontrar su espacio predilecto, la
banca de madera oscura igual a las otras, pero bajo la sombra de dos
árboles florecidos, un gualanday amarillo y un cámbulo anaranjado,
y, en ésta frescura, perder la noción del tiempo imaginando,
anhelando, buscando un complemento de vida, un complemento de
realización.
Ese día la tarde
era muy cálida en aquel lugar donde el viento brillaba más que el
sol por su ausencia. Estaba sentado, como era habitual, enajenado
viendo al vacío, cuando un saludo inoportuno lo hizo parpadear. Tal
gesto venía de una mujer que pasaba en frente suyo mientras estaba
distraído, inmerso en sus pensamientos más ponderados y
demandantes, sin la menor intención de verla, y menos provocar en
ella tal acción. Ella receptiva de su entorno y fatigada por la
temperatura reclamaba un descanso de la manera más amable al ver que
la miraba desde un sitio tan fresco y tentador, diciéndole
simplemente: - Perdón, buenas tardes, ¿me puedo sentar? – sin más
esperó por la respuesta un momento, un instante corto, un lapso en
el que tales palabras causaron en él una evocación subsecuente a lo
que vendría después de un saludo, la respuesta a esa pregunta
cordial, mientras la incomodidad se desarrollaba, y se revelaba
simultáneamente, como un recuerdo divino, una silueta femenina
coherente con sus fantasías que en algún momento había llegado a
tener.
Cada detalle en ella
formaba un todo ideal, una conclusión explícita, real de sus gustos
implícitos, la musa perfecta, en su mirada profunda albergaba todo
un universo de emociones obedientes al control de sus vehementes y
finas cejas color ocre, que seguían la línea de su nariz delicada
hacía sus labios con armonía tal, que inadvertidamente eran un fiel
ejemplo de la proporción áurea.
Recorría su figura
dibujando en su mente un boceto sutil con cada línea, cada trazo
deteniéndose en cada parte un instante eterno de imaginación,
entrando en cada mundo de elementos auténticos, explorando, subiendo
montes aludidos a diosas y a elevaciones que vierten galaxias. Era
éxtasis puro percibir sensaciones en sus dedos al pasar lentamente
por los hilos de tan fino tejido y demarcar detalles en lápiz, que,
aunque con gran destreza se desenvolvía, no llegaba a cumplir a
cabalidad la tarea de reflejar semejante belleza.
En su mente a toda
velocidad acudían ideas, que iban más allá de los detalles
individuales, más allá de la ropa, más allá de la desnudez, de la
piel tersa y joven, llena de lividez y energía, ideas que trataban
de explicar, de hallar dónde estaba su esencia, su ser, la armonía
que daba sentido al epítome de atracción, al todo tentador que
saciaba sus expectativas.
Tal tarea parecía
infructuosa, eterna hasta que repentinamente apareció una sonrisa
leve y genuina. Sonrisa que no sólo era perceptible en su boca, lo
era también en sus ojos, cejas, y en toda su figura, era un destello
de emociones que hacía brotar palabras de su boca como un manantial
entre la mustia tierra, y sacar de aquellas nociones recurrentes en
su mente, una persona que respondía a un contacto visual verdadero.
- Por supuesto, si no le incomodo – dijo él, e inmediatamente ella con una sonrisa marcada asintió.
Días más tarde
había llegado temprano a las clases de verano de su técnica
favorita, el óleo, y luego de ubicarse, Alejandro estaba enfrente de
su lienzo pintando en un parque una mujer de cabello rubio oscuro con
una sonrisa ávida…
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