No mires
—Mira con cuidado
y dime qué hace el hombre que acaba de llegar. Pero disimula, por
favor. El de barba, el alto de pantalón caqui.
—Si, ve. Ahí, con
la camarera. ¿Quién es?
—Es el marido de
Katty, la que era mi vecina. No mires con tanto descaro.
—Oiga, ¿ese no
estaba en la fiesta de cumpleaños?
—Si, sí, él.
¿Qué hace ahora? Mírame, habla conmigo; no quiero que note que lo
he visto. ¿Te parece guapo?
—Está bueno el
tipo. Un poco calvo, pero está bueno.
—Tiene unos ojos
muy bonitos.
—¿Por qué no
querés saludarlo?
—Es una historia
larga. Pidamos de postre una torta de chocolate y la compartimos.
—Bueno, bueno.
Pero me contás lo del tipo.
—¿Hay tiempo?
¿Qué horas son?
—La una y media.
—¿Qué hace?
—Salió.
—¿Hacia dónde?
—Ahí salió, con
el teléfono en la mano.
—Espera, tengo un
mensaje.
—Estás
preciosa. ¿Cuándo salimos?
—¿Hoy?
—Sí, a las
seis. En el mismo sitio, bella.
—Ya, perdón. Era
Ana: quería saber dónde estábamos.
—Bueno, contame.
Sabés que de mi boca no sale nada; la tengo cocida, como diría mi
mamá. ¿Por qué me mirás así?
—Me imagino el
cuento que se arma si se sabe toda la historia. Bueno, qué más da;
pasó hace tiempo.
—Si no querés,
fresca y dejá así.
—¡No friegues! ¿Y
Katty no lo supo?
—No. Nuestra
fiesta era discreta. Me recogía en su carro y nos mirábamos sin
hablar siquiera. Lo primero que hacía al sentarme era elevar el
volumen de la música.
—¿Y al bajar del
carro? ¡Contame!
—Te cuento que nos
amamos. Sin felicidad, sin idilio, sin caminar tomados de la mano,
pero nos amamos. No nos decíamos mentiras, casi ni nos hablábamos.
Solo nos devorábamos.
—¡Por Dios! Tú
siempre con cuentos salvajes. ¿Por eso te separaste de tu marido? Ya
que andás de confidencias, decime la verdad. Nunca lo entendí,
porque ustedes se querían mucho.
—Si, es imposible
no quererlo. Sé que él también me amaba, pero el amor tiene sus
propios sinsentidos. Lo que paso fue que él se enamoró de otro
hombre.
—¡No me digás!
¿Y por eso se fue a New York?
—Sí, era difícil
quedarse aquí y más si andaba con alguien tan conocido como su
jefe.
—¿Su jefe?
—Sí.
—Mierda.
—Hay cosas que no
quiero recordar. Ahora estoy sola, pero sin espantos. Durante todos
esos años pendiente de complacerlo, viviendo solo para tenerlo,
siempre presentí en él un secreto; o tal vez deseaba que algo
ocurriera. No sé por qué diablos esperé tanto.
—¡Parece un
cuento!
—Sigue cerca de
mí, escribiéndome; y amándome, según él. Ahora tiene su
intimidad y yo la mía. Al menos, supongo yo, a él no le lleva
flores.
—No me hagás
reír. Sos única: yo, a ese, aún lo estaría matando.
—¿Qué horas son?
—Van a ser las
dos.
—Vámonos, que hay
trabajo pendiente y a las seis tengo una cita.
—Sí, vamos. ¿Cuál
cita?
—Odontología.
Detesto ir y siempre lo aplazo.
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