María
El chirriar de la
silla resonaba suavemente en los rincones de la casa. Era un sonido
dulce que invadía con melancolía todo lo que abarcaba. Las manos
esqueléticas de María reposaban en los antebrazos de la mecedora y
unos ojos rodeados de un azul en tinieblas miraban fijamente la
pared. Sus dedos repiqueteaban en las cuerdas de la silla con ternura
y de sus labios secos salían dos palabras: - ¿Quién es?-.
Los
vecinos de la vereda hace mucho no veían las facciones de su rostro.
Las puertas de su casa siempre estaban cerradas. Tiempo atrás -solía
decir uno de los ancianos- María sembraba árboles, flores, rosas y
la única evidencia de ello eran las enredaderas que ya sobre
poblaban las paredes agrietadas de su casa. Sus ojos nunca volvieron
a vislumbrarse por las ventanas de aquel lugar en el que la soledad
era elogiada por la belleza.
María
siempre estaba sentada en su mecedora y a veces, en esos días donde
la poca fuerza de los años se le presentaba, se balanceaba
parsimoniosamente con el impulso de sus piernas. Solía pensar en su
perro, tal vez el olor a podredumbre intentaba hacerle recordar que
hace varias semanas atrás un saco de huesos era lo único que la
acompañaba. En medio de su estado de ánimo, estiraba sus manos y
prendía una radiola, intentaba seguir el ritmo de la melodía pero
la crudeza del tiempo le volvía añicos la canción.
Desde su posición
lograba entrever algunos marcos color caoba, la imagen amarillenta de
las fotos que allí habitaban ya no las lograba ver. Cuando llegaba
la noche se decía: María no tiene miedo, lo repetía constantemente
antes de dormir. Una madrugada, en medio de las gruesas gotas que se
estrellaban contra el techo de zinc, se despertó. En su mente seguía
diciéndose que no tenía miedo, que era solo agua. Aquella mañana
una de las ventanas se averió y un viento silencioso fue invitado a
derrumbar los objetos que tocaba. Un leve temblor recorría su
cuerpo, solo una manta la acompañaba.
La invadió la
angustia. Las cortinas de sus ojos no se disiparon. María no tenía
fuerzas, ¿Cómo podría ella arreglarla? El agua se derrumbaba más
rápido y fuerte contra el techo, una de las fotografías que estaba
frente a ella cayó al suelo y se rompió. Ella gemía, temblaba, se
quitó la manta, difícilmente logró pararse, con sus manos
intentaba tocar algo pero sus dedos no recibían un soporte. Se
arrodilló en el suelo, movió ansiosamente sus manos en él hasta
que los tocó.
Envolvió en sus
dedos los vidrios estrellados, quería sentir el papel, no lo
encontraba. María lloraba, llovía más fuerte. No tengo miedo
decía. No tengo miedo. Encontró las hojas en el piso, las depositó
ahí y con aquellos dedos que ya no superaban en grosor la montaña
de huesos de la esquina, los desdobló y ejerció una fuerza tan
desgarradora que por momentos resquebraja sus formas. Su cabeza en
medio de las agitaciones de su ser se cuestionaba: No tengo miedo,
¿Por qué he tenerlo? ¿Quién soy? El papel y el vidrio lo saben.
En los ojos de María estalló la tormenta, gimió suavemente. Horas
después sonaba el trastabilleo de sus dedos en la mecedora, un
chirrido invadía el hogar.
D.
F.
Interesante manejo de la trama. Me han gustado mucho las imágenes proyectadas en el relato. Y el tema del cuento de por sí es desgarrador y crudo... se deja interpretar que ella es su recuerdo, solo eso. Este escrito no lo cuenta todo, sugiere con sutileza, no como los otros que soltaron la historia como si fuera la chorrera del Indio. El mejor que he leído de todos los que han subido.
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