Regreso
de la brisa
En la misma casa que
soportó el alboroto de sus siete hijos paridos, en el centro del
sofá más largo de la sala, se encuentra sentada. La acompaña el
bastón de madera desgastada que rechazó entre sus pertenencias tan
sólo dos años atrás, por considerarlo el más vergonzoso símbolo
de una vida que se agota. Sus ojos no percatan los últimos destellos
de luz que dibujan la silueta de los Farallones; el rojo cobrizo de
la tarde no alumbra en sus pupilas, ni sus oídos se deleitan con el
canto del bichofué que también anuncia el ocaso.
Los vientos
vespertinos enredan las hojas secas del palo de mamoncillo que
ella sembró, como re-gresando a la brisa las anécdotas, cada
recuerdo, cada prueba de existencia vital.
Ni el ruido del
tráfico difuminado por la distancia, ni la inquietud de los vidrios
flojos en las venta-nas agitan la nebulosa estancia de ese cuerpo en
reposo. La ausencia hace del silencio un ruido de angustias, que ella
ahuyenta con el débil canto de las estrofas aprendidas en la
infancia.
Manacay manachicá
Chinacay manachiguá
(Ni esto, ni es
mucho, esta mujer ni canta como el pájaro)
La cola del gato
asoma en péndulos desde la cima del televisor, lleva el compás de
las manecillas del reloj; sin embargo, el tiempo ni promete, ni se
agota; sólo la oscuridad ha llegado. La anfitriona no ofrece café,
pero sí pregunta por los demás:
¿Qué será de
mi Oswaldo que no llega? pobre mijo, le toca muy duro en ese trabajo
que tiene; y mija Carmen ¿Cuando será que va a venir?
La oscuridad es
antipática, no tiene respuesta.Por prudencia con la visita, no se
vuelve a pronunciar palabra en la sala. Las preguntas quedan
atrapadas en el cuerpo, se inquietan, se sacuden con mo-vimientos
repetitivos de la quijada y las manos; mas con el amplio espacio
entre el tiempo y la es-pera, ella insiste, atreviéndose al último
intento por entablar una conversación.
¿Qué será de
la muerte que no llega?
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