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Tercer Concurso de Cuento Corto: La oscuridad y la fragilidad de las máscaras






La oscuridad y la fragilidad de las máscaras

Por Elizabeth Fries

Regresaba yo de mi viaje en carruaje a través de los caminos enlodados del reino, una tormentosa noche. Desde dentro escuché al cochero, ‘‘Señorita, no podremos seguir avanzando’’. En aquellos boscosos parajes, con la súbita luz de un penetrante rayo seguido por un estruendoso trueno que hizo temblar a los caballos, reconocí el horizonte. ‘‘Un amigo de la familia vive cerca de aquí. Estoy segura que nos hospedará’’ ¿Un amigo? Una conexión profunda nos unía, no obstante, la ausencia de caricias físicas no podrían clasificarme para él como una amante… Caminamos arruinando nuestras ropas y los caballos sus preciosos pelajes. Gracias a la luna que luchaba contra las voraces nubes, seguí con su pálida luz los rosales muertos hacia el peñasco.

‘‘Es una mansión espléndida’’ Dijo el cochero al encontrarnos ante la magnificencia de aquella visión arquitectónica. Él no veía lo mismo que yo. El tímido susurro de los caballos me sugirió que también sentían aquel extraño flujo de energía que perturbaba los sentidos. Tocamos las grandes puertas. Silencio. ‘‘Buscaré otra entrada’’ Dijo azaroso por la intensidad de la tempestad. Intenté de nuevo. Ante mi sorpresa, con un leve empujoncito se abrió la puerta. ¿Qué puedo decir? El escalofrío que me azotaba el cuerpo; las visiones de la oscuridad y la incertidumbre me llevaron a entrar.

No sé muy bien si los factores antes mencionados afectaron la percepción de mi mente, pero aquella casa tan hermosa e imponente a la luz del día, tan viva y colorida bajo los rayos del sol, ahora se sentía muerta, enmohecida, pestilente, repulsiva… Mi corazón me instó a caminar por los amplios pasillos. Mis pisadas eran cubiertas por el ruido de las gruesas gotas de la lluvia al impactar contra los techos. Entonces lo vi. Fue en el salón principal dónde había acudido a tantos bailes y reuniones antaño, ese lugar de ensueño y paz se había convertido. De los candelabros colgaban sogas con figuras atadas de los talones. Platones recogían gotas que caían de cuando en cuando con una voluptuosidad pasmosa. Corrí. ¿Hacia la salida? No.

Me interné aún más en aquel laberinto que evocaba mi perdición. Subí las escaleras y a cada paso encontraba más habitaciones con escenas repugnantemente hermosas. Sin duda el alma tras aquellos actos era víctima de una sensibilidad artística corrompida por la perversidad de la oda hacia la muerte. Me sentí narcotizada. De otra manera nunca habría superado el recuerdo de esa bella infamia. De pronto sentí gotas cayendo sobre mis hombros. ‘‘Estas casas tan viejas suelen sufrir de goteras’’ me engañé a mí misma. Me dirigí hacia el final del pasillo y abrí las puertas de la habitación del conde. En la lejanía escuché a mis caballos relinchar con desesperación. Al cochero gritando ‘‘Condesa’’. Aparté esa maraña de estímulos y me concentré en la situación que transcurría delante de mis ojos. Allí se encontraba un hombre devorando las entrañas de una figura. Lo hacía con ahínco y desesperación. Emitía rugidos como los lobos al devorar a su presa; gemidos como los que compartía cuando yacía con las sirvientas.
‘‘No puede ser él’’ Mi incredulidad me condujo a seguir observando con morbo el festín.

Él levantó su rostro y me observó con aquellos ojos verdes que brillaron como esmeraldas al ser iluminados por un rayo que penetró en la habitación. No tuve la menor duda y de mis ojos se deslizaron con gran tristeza y decepción unas cristalinas lágrimas que reflejaban la pureza de mi alma. Hui con todas mis fuerzas esquivando las altas columnas y los restos humanos olvidados a lo largo del pasillo. En la escalera se lanzó sobre mí y juntos caímos en una danza macabra que me destrozó las muñecas, los tobillos, las piernas… Sin embargo no fue tan contundente como el dolor mortal que vendría a continuación. Sus labios buscaron mi cuello y mordió con la pasión que había contenido desde nuestro primer encuentro. Morir no me asustaba, perderme a mí misma, sí. Y él lo logró con aquel dulce beso del infierno que sumió mi alma en la perdición del silencio, para siempre.


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