La oscuridad y la
fragilidad de las máscaras
Por Elizabeth Fries
Regresaba yo de mi
viaje en carruaje a través de los caminos enlodados del reino, una
tormentosa noche. Desde dentro escuché al cochero, ‘‘Señorita,
no podremos seguir avanzando’’. En aquellos boscosos
parajes, con la súbita luz de un penetrante rayo seguido por
un estruendoso trueno que hizo temblar a los caballos, reconocí el
horizonte. ‘‘Un amigo de la familia vive cerca de aquí.
Estoy segura que nos hospedará’’ ¿Un amigo? Una
conexión profunda nos unía, no obstante, la ausencia de caricias
físicas no podrían clasificarme para él como una amante…
Caminamos arruinando nuestras ropas y los caballos sus preciosos
pelajes. Gracias a la luna que luchaba contra las voraces nubes,
seguí con su pálida luz los rosales muertos hacia el peñasco.
‘‘Es una
mansión espléndida’’ Dijo el cochero al encontrarnos ante
la magnificencia de aquella visión arquitectónica. Él no
veía lo mismo que yo. El tímido susurro de los caballos me sugirió
que también sentían aquel extraño flujo de energía que perturbaba
los sentidos. Tocamos las grandes puertas. Silencio. ‘‘Buscaré
otra entrada’’ Dijo azaroso por la intensidad de la
tempestad. Intenté de nuevo. Ante mi sorpresa, con un leve
empujoncito se abrió la puerta. ¿Qué puedo decir? El escalofrío
que me azotaba el cuerpo; las visiones de la oscuridad y la
incertidumbre me llevaron a entrar.
No sé muy bien si
los factores antes mencionados afectaron la percepción de mi mente,
pero aquella casa tan hermosa e imponente a la luz del día, tan viva
y colorida bajo los rayos del sol, ahora se sentía muerta,
enmohecida, pestilente, repulsiva… Mi corazón me instó a caminar
por los amplios pasillos. Mis pisadas eran cubiertas por el ruido de
las gruesas gotas de la lluvia al impactar contra los techos.
Entonces lo vi. Fue en el salón principal dónde había acudido a
tantos bailes y reuniones antaño, ese lugar de ensueño y paz se
había convertido. De los candelabros colgaban sogas con figuras
atadas de los talones. Platones recogían gotas que caían de cuando
en cuando con una voluptuosidad pasmosa. Corrí. ¿Hacia la salida?
No.
Me interné aún más
en aquel laberinto que evocaba mi perdición. Subí las escaleras y a
cada paso encontraba más habitaciones con escenas repugnantemente
hermosas. Sin duda el alma tras aquellos actos era víctima de una
sensibilidad artística corrompida por la perversidad de la oda hacia
la muerte. Me sentí narcotizada. De otra manera nunca habría
superado el recuerdo de esa bella infamia. De pronto sentí gotas
cayendo sobre mis hombros. ‘‘Estas casas tan viejas suelen
sufrir de goteras’’ me engañé a mí misma. Me dirigí hacia
el final del pasillo y abrí las puertas de la habitación del conde.
En la lejanía escuché a mis caballos relinchar con desesperación.
Al cochero gritando ‘‘Condesa’’. Aparté esa maraña
de estímulos y me concentré en la situación que transcurría
delante de mis ojos. Allí se encontraba un hombre devorando las
entrañas de una figura. Lo hacía con ahínco y desesperación.
Emitía rugidos como los lobos al devorar a su presa; gemidos como
los que compartía cuando yacía con las sirvientas.
Él levantó su
rostro y me observó con aquellos ojos verdes que brillaron como
esmeraldas al ser iluminados por un rayo que penetró en la
habitación. No tuve la menor duda y de mis ojos se deslizaron con
gran tristeza y decepción unas cristalinas lágrimas que reflejaban
la pureza de mi alma. Hui con todas mis fuerzas esquivando las altas
columnas y los restos humanos olvidados a lo largo del pasillo. En la
escalera se lanzó sobre mí y juntos caímos en una danza macabra
que me destrozó las muñecas, los tobillos, las piernas… Sin
embargo no fue tan contundente como el dolor mortal que vendría a
continuación. Sus labios buscaron mi cuello y mordió con la pasión
que había contenido desde nuestro primer encuentro. Morir no me
asustaba, perderme a mí misma, sí. Y él lo logró con aquel dulce
beso del infierno que sumió mi alma en la perdición del silencio,
para siempre.
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