Una ciudad llena de
luces pero vacía de almas.
“Decidiste cambiar
un atardecer de sosiego por un vestido color puta”, sólo pudo
pensar aquella frase con un desdén mental, sosteniéndola en la
garganta con dificultad.
—Si te vas a ir,
llévate un abrigo contigo. La casa estará sola y no habrá nadie.
—Profirió al fin, inyectándole valor a cada palabra.
Ella le miró con
súplica, aferrada a la idea de querer odiarle. Con impotencia de
hacerlo dirigió sus pupilas en un limbo de pensamientos que clavó
en el cuadro tras él. La imagen la estremeció de tristeza y su
mirada se transformó en cólera. Agarró el vestido oscuro que
descansaba sobre el espaldar del sofá; negro tal cual imitación de
un cielo nocturno, con una suavidad exquisita en su tela y una fina
elegancia en sus bordados que por más que se analizase, dirían que
costó cientos mas no que fue elaborado por ella en un atardecer
cualquiera. Lo dobló con una rapidez sorprendente, daba impresión
de ser muy corto en su falda, y le guardó en el pequeño bolso
rojo-carmesí que llevaba colgado en su mano izquierda. Comenzó a
abrirse paso por el desorden de libros y platos rotos sobre el suelo.
Cuando cruzó el portón de madera los goznes graznaron
espantosamente al abrirse la puerta que daba al frio pavimento de la
calle. Se volvió para examinar el maremágnum, sintiendo que dejaba
algo olvidado.
—Hace tanto que me
siento sola en esta casa —dijo con impavidez, sin inmutarse—, que
lo único decente que me queda… Es ser prostituta. —Soltó
incorporándose de nuevo. Se alejó con pasos medidos, dejando la
puerta abierta tras ella, como si esperase que le siguiera. No lo
hizo.
Él sintió como la
casa empezaba a quedar en silencio y los designios de la soledad se
acomodaban en su alma. Pasaron unos minutos y seguía ahí estático,
con la sensación de tener los pies enraizados al suelo. Tampoco
pretendía dar un solo paso, no quería interrumpir el transcurrir
del gélido viento que entraba a bocanadas por la puerta, dándole en
la cara, mezclándose con los famélicos rayos del sol que el día
iba olvidando augurándole que la noche se acercaba.
Un fuerte sonido de
cristales rompiéndose tras él lo saco de la ensoñación e hizo que
se sobresaltara bruscamente, era el cuatro que se había caído por
el azote del viento contra éste. Se percató que fue lo único de la
habitación que ninguno de los dos se atrevió a tirar; ella embistió
con salvajismo los libros, y una libreta repleta de poemas suyos,
sobre puestos por la habitación en pequeños estantes, como si la
literatura tuviera la culpa del azore de su corazón, quizá en parte
la tuvo; y él con firmeza contra la porcelana y uno que otro florero
de su suegra, como si se vengará del mal gusto que ella tenía. El
estómago le dio un vuelco y sintió nostalgia, pensó en el día que
Emilia los trajo en una caja empolvada, se le notaban menos las
arrugas en el rostro. “Es todo con lo que puedo ayudarles por
ahora, y créame que lo hago más por Samantha que por usted”
expresó, entonces volvió a verle con todas las arrugas del mundo.
Dio dos pasos
sigilosos y se arrodilló por el papel rezagado en los vidrios rotos
que antes le sostenían. Tenía un dibujo de tres personas hecho por
un niño de cuatro años diagnosticado con leucemia, poniendo en
jaque el tiempo, el cual no supo cómo parar el reloj de la
existencia y le compensó con una muerte sin dolor hace dos días. El
tratamiento era tan costoso que obligó a su padre a desistir de
querer vivir de la poesía y a su madre a prostituirse finamente en
un burdel con un bolso rojo-carmesí y un vestido color noche. Al
final a ninguno le alcanzaría su arte para ganarle al siniestro.
Afuera llovía. El
dibujo se humedeció con un par de lágrimas incontenibles.
Sobre el viejo marco
de la puerta apareció una silueta en tacones con un rostro mojado y
maquillaje corrido en los ojos.
—Olvidé el abrigo
—Acertó con voz quebrada.
Le abrazó por la
espalda y ambos cuerpos quedaron imperturbables en aquella trinchera
para sobrevivirle a la vida.
Mch
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