Quinto Concurso de Cuento Corto: Burbuja en medio del campo

 

Estamos acostadas en el suelo observando el techo. Tan inquietas y tan quietas como es posible en una situación como esta. Nos miramos a los ojos sin decir nada. Es la primera vez que Sam hará algo así. Lo veo en su rostro preocupado, o tal vez ansioso. Muerde sus labios, sus pupilas se dilatan y su respiración asmática va en aumento. Agarro su mano temblorosa y le susurro al oído: “Relájate, respira, todo estará bien. Te aseguro que lo vas a disfrutar”. En mi interior, no puedo evitar reírme de su incomodidad.

 

Caen las primeras gotas de lluvia y el suelo comienza a vibrar de forma constante. Sam me aprieta la muñeca con su mano sudada mientras nuestros cabellos libres se elevan poco a poco de las baldosas cálidas. Entrelazamos nuestras manos y en nuestros cuerpos, ligeros como las hojas de un árbol, sentimos la estática sobre la piel. Nos desprendemos por completo del suelo, levitando suavemente junto a los demás objetos de la casa hasta llegar al cielorraso. El sofá blanco se separa del suelo y los cojines de colores a su vez se desprenden del sofá con dirección al cielo. Los cuadros se liberan de las puntillas que los mantenían sujetos a la pared y la escultura de Cristo ahora está caminando sobre el viento. La pequeña mesa de centro asciende verticalmente y termina junto a la lámpara que reposa en un rincón. Los adornos, como un pequeño y organizado ejército de aves, llegan al segundo piso. Las pelusas de mugre, antes escondidas, flotan a nuestro alrededor haciéndose visibles y compitiendo por su espacio contra las bolas de pelos que deja Crystal; una pomsky de dos años, pequeña y maciza.

 

Desde que comenzó abril, todos los domingos, una tormenta ha estado cubriendo la ciudad por completo, dejándola convaleciente y a ciegas hasta la mañana del lunes. Bueno, hoy es domingo, y aunque ya cerré todas las ventanas y tape todos los espacios por donde pudiese entrar el agua, el interior de la casa se inunda paulatinamente con un viento frío que eleva lentamente todas las cosas y que no se detiene hasta que besan el techo, encapsulando el lugar en una zona anti gravedad hasta que finaliza la tormenta.

 

Sam me mira sorprendida, sus ojos de cristal me dicen que no quiere separarse de mí. Me desprendo por un momento de ella, pongo los pies en el techo y me impulso con fuerza hacia abajo y luego hacia adelante, nadando en el aire como Peter Pan. Con el mismo movimiento regreso a ella, tomo su mano, cuento hasta tres y nos sumergimos en la humedad del salón. Relajadas, paseamos por la cocina, tumbamos el salero con los pies y esquivamos la nevera y los asientos flotantes del comedor que nos interrumpen la diversión. Aleteamos suavemente con nuestros brazos para impulsarnos hasta llegar al segundo piso; entramos al estudio donde una lluvia de bolígrafos, carpetas, hojas sueltas y libros inundaban el cuarto, saltamos sobre el escritorio y seguimos nuestro recorrido. En mi habitación, la cama y la mesa de noche dificultan el paso. Sin embargo, todo se mantiene en orden debido a que las demás cosas las guardé en el armario de madera, junto a Crystal, con anterioridad.

 

Con unos sutiles manoteos nos impulsamos por el pasillo que da al baño. Al entrar, Sam se va directo a la regadera, abre los grifos y sale el agua disparada en todas direcciones hasta llegar al techo y dejarnos mojadas por completo, con las ropas pegadas al cuerpo, la pestañina corrida y un gran charco sobre nosotras. Salimos y hacemos una carrera hasta llegar a la sala.

 

Estoy recostada en una esquina, tan relajada que podría pasar cada noche de mi vida así, mirándola sentirse libre y excitada mientras salta de lado a lado y ensucia mis paredes con sus botas lodosas. Comenzamos nuestro descenso y terminamos tumbadas en el suelo una sobre la otra. Está dormida junto a mí. No dejo de mirar el techo esperando que llegue el próximo domingo para sentirnos, nuevamente, tan libres como una burbuja en medio del campo.

                                                             -Nicodemus Ripa


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