Estamos
acostadas en el suelo observando el techo. Tan inquietas y tan quietas como es
posible en una situación como esta. Nos miramos a los ojos sin decir nada. Es
la primera vez que Sam hará algo así. Lo veo en su rostro preocupado, o tal vez
ansioso. Muerde sus labios, sus pupilas se dilatan y su respiración asmática va
en aumento. Agarro su mano temblorosa y le susurro al oído: “Relájate, respira,
todo estará bien. Te aseguro que lo vas a disfrutar”. En mi interior, no puedo evitar
reírme de su incomodidad.
Caen las
primeras gotas de lluvia y el suelo comienza a vibrar de forma constante. Sam
me aprieta la muñeca con su mano sudada mientras nuestros cabellos libres se
elevan poco a poco de las baldosas cálidas. Entrelazamos nuestras manos y en
nuestros cuerpos, ligeros como las hojas de un árbol, sentimos la estática
sobre la piel. Nos desprendemos por completo del suelo, levitando suavemente
junto a los demás objetos de la casa hasta llegar al cielorraso. El sofá blanco
se separa del suelo y los cojines de colores a su vez se desprenden del sofá
con dirección al cielo. Los cuadros se liberan de las puntillas que los
mantenían sujetos a la pared y la escultura de Cristo ahora está caminando
sobre el viento. La pequeña mesa de centro asciende verticalmente y termina
junto a la lámpara que reposa en un rincón. Los adornos, como un pequeño y
organizado ejército de aves, llegan al segundo piso. Las pelusas de mugre,
antes escondidas, flotan a nuestro alrededor haciéndose visibles y compitiendo
por su espacio contra las bolas de pelos que deja Crystal; una pomsky de dos
años, pequeña y maciza.
Desde que
comenzó abril, todos los domingos, una tormenta ha estado cubriendo la ciudad
por completo, dejándola convaleciente y a ciegas hasta la mañana del lunes.
Bueno, hoy es domingo, y aunque ya cerré todas las ventanas y tape todos los
espacios por donde pudiese entrar el agua, el interior de la casa se inunda
paulatinamente con un viento frío que eleva lentamente todas las cosas y que no
se detiene hasta que besan el techo, encapsulando el lugar en una zona anti
gravedad hasta que finaliza la tormenta.
Sam me
mira sorprendida, sus ojos de cristal me dicen que no quiere separarse de mí.
Me desprendo por un momento de ella, pongo los pies en el techo y me impulso
con fuerza hacia abajo y luego hacia adelante, nadando en el aire como Peter
Pan. Con el mismo movimiento regreso a ella, tomo su mano, cuento hasta tres y
nos sumergimos en la humedad del salón. Relajadas, paseamos por la cocina, tumbamos
el salero con los pies y esquivamos la nevera y los asientos flotantes del
comedor que nos interrumpen la diversión. Aleteamos suavemente con nuestros
brazos para impulsarnos hasta llegar al segundo piso; entramos al estudio donde
una lluvia de bolígrafos, carpetas, hojas sueltas y libros inundaban el cuarto,
saltamos sobre el escritorio y seguimos nuestro recorrido. En mi habitación, la
cama y la mesa de noche dificultan el paso. Sin embargo, todo se mantiene en
orden debido a que las demás cosas las guardé en el armario de madera, junto a
Crystal, con anterioridad.
Con unos
sutiles manoteos nos impulsamos por el pasillo que da al baño. Al entrar, Sam
se va directo a la regadera, abre los grifos y sale el agua disparada en todas
direcciones hasta llegar al techo y dejarnos mojadas por
completo, con las ropas pegadas al cuerpo, la pestañina corrida y un gran
charco sobre nosotras. Salimos y hacemos una carrera hasta llegar a la sala.
Estoy
recostada en una esquina, tan relajada que podría pasar cada noche de mi vida
así, mirándola sentirse libre y excitada mientras salta de lado a lado y
ensucia mis paredes con sus botas lodosas. Comenzamos nuestro descenso y
terminamos tumbadas en el suelo una sobre la otra. Está dormida junto a mí. No
dejo de mirar el techo esperando que llegue el próximo domingo para sentirnos,
nuevamente, tan libres como una burbuja en medio del campo.
-Nicodemus Ripa
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