Me sentía
sucio, despreciable, culpable. ¿Qué era eso qué sentía? A media luz anduve,
perdido y solo, con una extraña sensación de vacío. El paisaje era depresivo,
plomizo y con cierto misterio. Las sombras usurpaban por mi camino, los
lamentos agónicos en el aire me ensordecían, y la niebla de la noche oscura me
segaba.
Encontré
un bar después de un par de calles mojadas, necesitaba despejar ese
sentimiento. El bar parecía un cortejo fúnebre, no había risas ni alegrías, ni
las miradas de placer ni de hastío. Las caras largas y famélicas mostraban su
lado más bajo. El viento helado que entraba me hacía sentir esa morriña, esa
despreciable sensación de escarnio.
El bar
mal iluminado me mostró una solitaria mesa que me atrajo enseguida. El polvo,
la madera vencida por el tiempo, la humedad y la soledad en medio de la
muchedumbre lo hacían un lugar perfecto. Me senté y alcé mi mano en señal de
pedir algo al cantinero.
-Una
cerveza por favor- dije con voz sedienta.
-En
seguida caballero – Evidentemente de caballero no tenía nada, ni por modales,
ni por mi ropa, solo unos andrajos me acompañaban desde hace días.
Nuevamente
sentía esa horrible sensación, mis manos temblaban, el sudor por mi barbilla
goteaba en la mesa vieja del bar. La mirada nublada me hacía parpadear con
ímpetu y mi corazón parecía salirse de mí. No aguantaba más ese lugar, el
sonido del crujir de la madera al andar, las ambiciosas miradas de unas tres o
cuatro mujerzuelas, la música escuálida de sus radiolas y el vaivén de los
entristecidos murmullos. Pagué mi cerveza y salí enseguida de aquella caverna
depresiva donde lo poco que quedaba de mí moría sin dejar rastro.
El paraje
funesto, la luna opaca, las calles mojadas, ese frío sepulcral que acobijaba el
bar. Ahora todo tenía sentido, ese vacío, el sentimiento de culpa, la
melancolía. Presentía el asecho de demonios, la mala noticia de algo venidero.
La fatiga
me obligó a caer de rodillas en medio de la calle, ya estaba en mis últimos
suspiros y sólo se me venía a la mente imágenes premonitorias de una masacre
injusta y de poco valor, días teñidos de sangre, las banderas coloridas y
llenas de esperanza se veían abandonadas y cansadas de luchar una guerra
innecesaria. Gritos y estertores moribundos en medio del caos de una ciudad
echa trisas. Sueños abatidos por una legión de demonios que en su cobardía se
escondían tras los escudos y el amparo de un general despiadado, una máquina de
matar.
El ensimismamiento me golpeó en medio de mi agonía
y me hizo preguntar – ¿Qué será de este mundo si el valor de la vida no
significa nada? -. La pregunta me aniquiló, me despojó de toda esperanza y de
fe, perdí las fuerzas para razonar, para hallar una respuesta que me diera como
mínimo, una sonrisa para morir. Pero no, Dios me había abandonado, sentía que
caía a un hueco profundo, oscuro y mal oliente, era mi fin.
¿Acaso no
podía tener una muerte digna?, o por lo menos, ¿no podía morir con la esperanza
de ver la premonición de un futuro en dónde vivir sea seguro? ¿dónde exigir el derecho
a la vida no sea sinónimo de morir por ello?
Ahora por
fin comprendo la razón de aquellas emociones y sentimientos que me hicieron
llegar a la muerte, era la impotencia de no poder hacer nada, de saber que aquí
muero con la verdad, con la esperanza y con la fe de un cambio. Muero y conmigo
los sueños, los antónimos de esas repulsivas imágenes de mis premoniciones. No
queda más que condenarme a la resignación de morir. Yo me lo busqué y esta es
mi paga, un contrato en el cual luchar por un mejor país se cobra con sangre.
Un último
aliento me sacó de esa pesadilla de mala muerte y, sólo recuerdo en ese
instante, el último azote con violencia de un uniformado.
El
silencio se hizo presente y con él el aturdimiento. Solo queda el vestigio de
un mal agüero del que nadie sabe, perdido en la impunidad.
~Fénix
Sánchez.
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