El
veintinueve de enero, Eugenio Torreón recibió la tercera carta. Escuetamente le
comunicaron las condiciones de su internación, con dificultad, recuperó algunas
palabras palabras “amablemente”, “riguroso”, “aseo”, “usted”, llegó a pensar que
se trataba de un formato genérico. Al final le informaban que lo recogerían la
mañana siguiente.
La mañana
siguiente, intentó, sin éxito, esquivar y luchar contra sus transportadores,
amotinado en la parte inferior de la escalera. Pero, su fuerza ya no era la
misma de hace veinte años. Aunque intentaba rebelarse contra su condición
actual, su cuerpo no lo acompañaba. No se negaba a la idea de ser cuidado por
alguien, pero, rechazaba la idea de dejar su casa. Dos horas de camino
ininterrumpido, hacían mella. Le ubicaron en una habitación sin compañía, solo
deseaba dormir, soñar.
Soñó esa
noche, sabía por los escalones de madera y las sillas metálicas que se
encontraba en un cine parecido al de su pueblo de infancia, un teatro antiguo
ubicado en el centro. Sin embargo, al ver hacia atrás, observó que el número de
sillas podía llegar a ser infinito, al igual que las personas que las ocupaban.
La pantalla se iluminó. Pasaban las imágenes de una película de luchadores
mexicanos. Recordó haberla visto alguna vez en su infancia. Le llamó la
atención que uno de los protagonistas tenía un rostro familiar, no era una
estrella de cine, pero lo conocía. Una mano tocó su hombro, giró sobresaltado y
la misma, le entregó unas pastillas, ya era de mañana.
Intentó
dormir en el día, para retomar sus sueños, las imágenes eran más vividas que en
la realidad. Desafortunadamente, la temática de sus sueños en el día era breve
y variada, nunca en el teatro. Escuchaba la radio, reconocía canciones, aun
escuchaba con claridad y su voz mantenía cierta vitalidad. Entablaba
conversaciones sin interés con otros inquilinos.
Durante
varias noches, en sus sueños, asistió a una función diferente. Encontraba cada
noche, más sillas vacías. Proyectaron una película de vaqueros, después de un
tiempo se sorprendió al ver que el protagonista era su hijo. Un filme policial,
le recordó a su madre. Se emocionó cuando vio a su esposa proyectada en un
drama. Reconocía más rostros, más personas, deseaba en su sueño, atravesar la
pantalla para sentir a quienes reconocía. En el día, recordaba con dificultad,
se movía poco debido al dolor y solo añoraba la noche.
En la
noche deseo, espero la luz del proyector que no se encendió más. Se encontró en
el centro de la sala, con infinitas sillas azules y rojas, en ese momento
desocupadas. Decidió ponerse de pie, caminó con cuidado hasta que llegó al
borde lateral del cine, una alta pared de madera, gris, frágil, abrió una
puerta. Con temor cruzó, se encontró en el centro de un salón familiar, donde
todos los rostros que reconoció lo esperaban. Sintió sus brazos livianos, dio
con inseguridad unos pasos, ya no sentía dolor.
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