Una
nublada mañana donde laborar no era una obligación, sentí el vívido deseo de
deambular por las sendas laberínticas de un bosque con el que continuamente
soñaba. La avidez era de tan impetuosa tenacidad, que sin ponderarlo siquiera
una vez decidí vagar por aquellos derroteros sin un mínimo precedente de ‘asepsia’;
no hubo individuo humano que repara en mi desaliño, pues vivía solo y mi
residencia moraba como sombra de los frondosos árboles.
Sumergido
en un parcial ofuscamiento, recorrí vastos senderos desconocidos entre vástagos
y tierra húmeda como si atisbara el destino que me deparaban. Ignoro el tiempo
que me tomó llegar a un claro; ignoro el tiempo que me tomó llegar a un
edificio; ignoro el tiempo que me tomó llegar a un claro con un edificio. Lo
relevante es que me detuve ante una estructura con más frontispicio de garaje
que de otra cosa. Sin vacilación, me acerqué al artificio que, rehuido de los
árboles, a modo de una malformación de la naturaleza, resaltaba contra un
singularísimo fondo de palos secos. Me adentré en él y por un momento lo
deploré, porque me sentí como una presa ingresando en la garganta de un excelso
depredador. No sin cierta decepción, me encontré con el establecimiento vacuo,
desolado.
Observé
las paredes y la pequeña ventana en una de ellas. La inédita motivación que
inspiró el inopinado viaje me encaminó hacia el portillo. De súbito, como
oponiéndose a la realización de aquel designio, la puerta que antes me tragó
profirió un orgánico sonido que acompañó su metamorfosis en mural. Luego, como
esperando que la conversión cesara, el suelo tembló. Conturbado, miré la
ventana; el salvaje paisaje que antes enmarcaba fue saturado por un grumoso
gris, ulteriormente, por un matizado negro. La consternación no cambió el propósito
al que me había sometido. A paso de ebrio consumado, alcancé la ahora única
apertura de la habitación. Apoyado en la moldura, pude mirar el exterior.
Maravillado, contrariando toda imagen que ideé, noté que la infinidad de
árboles se habían transformado en infinidad de estrellas; que el tedioso pasto
se había transfigurado en corpulento planeta; que la imponente boca del
depredador se había convertido en imparable nave.
J. F.
Perafan.
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