Desperté
súbitamente, agitado y sudoroso como otras veces. La habitación toda estaba
oscura. Salí de la cama descalzo y caminé hasta llegar al baño, pero cuando me
incliné hacia el agua que corría del grifo, temí que mi reflejo quedara estático
en el espejo, como quien observa desde una ventana indiscreta. Dudé, pero
levanté la mirada y allí estaba él, con los ojos bien abiertos.
Nos
quedamos un rato mirándonos, fijamente, como tratando de invadir, desde la
mirada, la mente del otro. La casa estaba fría y en un total silencio, era
seguro que ya no había ningún ruido que perturbara mi descanso. Tenía los pies
mojados, sin embargo, algo los mantenía tibios; recuerdo pensar que las
baldosas estaban más frías que de costumbre y, en ese momento, su sonrisa y la
mía se dibujaron de forma siniestra.
─Todos
muertos─ murmuró una voz que no provenía de ninguno de los dos.
Simultáneamente,
con la tranquilidad que inspiran las horas antes del alba, bajé la mirada y
empecé a lavarme las manos, mientras el agua limpiaba la negra huella del
pecado, que se disolvía y se iba por los pequeños agujeros con una belleza
poética que enternecía mi alma. Silencio, al fin silencio. Entonces la sombra
volvió a la oscuridad para seguir durmiendo, para ser yo otra vez.
Fin.
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