JuanDa Vinci
Atardeció
y las calles no estaban congestionadas. Amparo Álvarez, anciana de setenta y
pico, va en la parte de atrás del carro de su hijo. Bajó el vidrío de la
ventanilla hasta la mitad para que el aire le diera en el rostro mientras
miraba por la ventana. Tenía la mirada dispersa, realmente no miraba nada, pero
era mejor que mirar el interior del carro. Llevaba unas alpargatas oscuras, una
falda larga, una camisa manga corta blanca y un saco de lana. La mayoría de sus
vestimentas eran en lana, como sus cobijas que la cubrían de uno de sus mayores
miedos: el frío.
En el
carro van dos personas, además de Amparo: Estiben Álvarez, hijo de Amparo y
Daniela Álvarez, hija de Amparo. Amparo va abrazada por su hija, quien la mira
todo el tiempo. Estiben conduce y de vez en cuando las mira por el espejo
retrovisor.
Pasado un
rato se para el carro en un semáforo y un vendedor ambulante se acerca a la
ventana de Estiben, le ofrece unas manillas. Estiben no presta atención, está
muy pendiente del semáforo para poder irse. El vendedor no tuvo respuesta, pero
tampoco lo echaron, por eso sigue ofreciendo las manillas. El vendedor es
joven, vende manillas tejidas a 5000 pesos; además, dice que utiliza la plata
para pagar sus estudios universitarios y mantenerse. Las manillas no son de
buena calidad: el tejido se ve blando y son hechas en lana motosa, como esa
barata que se compra en las misceláneas. Comprarle manillas parece más un apoyo
donativo que un intercambio justo. El discurso del vendedor ambulante le llamó
la atención a Amparo pues esta, con voz baja, dice:
—Estiben,
coprale una manilla al pelado. Yo después te la pago.
—Bueno
pues— dijo Estiben.
El
vendedor se acerca a la ventana de Amparo y dice:
—Muchas
gracias, seño ¿Cuál quiere?
—Cualquiera,
mijo —responde Amparo.
El
vendedor se la pasa a Amparo por la ventanilla entreabierta y le recibe la
plata a Estiben. Amparo le dice a su hija que le guarde la manilla. Amparo no
carga bolso, se le olvidó cogerlo porque salieron de afán. Pues, cuando salían
de la casa, Amparo solo pensaba en el frío y en los papeles médicos.
Después
de una hora en carro llegaron. El hospital Nubia Muños se encontraba un poco
vacío, como si fuera más famoso el nombre que el hospital. Estiben se parqueó
como pudo y se bajó para ayudar a su madre. Amparo no puede
moverse con facilidad. Lleva horas con un fuerte dolor en el pecho acompañado
de mareos y falta de aire. Su familia piensa que esas afecciones son comunes a
esa edad o, eso se dicen para hacer menos desdichado el dolor. Amparo entra por
urgencias. No se podía pedir menos, su cara repalida y sus arrugas dicen
claramente lo que necesita: ayuda.
Unos
minutos después Amparo fue llevada a una habitación con camilla. La intravenosa
que le pusieron calmaba su dolor y su corazón. El mareo se fue, pero le empezó
a dar sueño… llegaron sus otros dos hijos: Carlos Gaitan y Jorge Gaitan. Se
acercaron a la camilla, saludaron a su madre y ella contestó:
—¿Cómo
están? ¿qué han hecho?
—Nada, ma
—dijo Carlos— Aquí esperando que no se nos vaya.
Se estaba
haciendo tarde y en el hospital solo podía estar una persona acompañando a
Amparo. No había de que preocuparse, por ahí siempre hay una enfermera
pendiente de los sonidos de las maquinas que informan la crisis de un paciente.
El doctor les había dicho que lo más adecuado era que amparo reposara y esperar
que mejore. Entonces, Jorge Gaitan decide ser el que se quede en el hospital
toda la noche. Jorge es el más joven, tal vez aprecia más el tiempo con su
madre porque es el que menos ha tenido eso. Jorge se quedó en la sala pasillo
sentado en una silla casi cómoda; también, esperando. Amparo, quien sí está
forzada a esperar, se empieza a quedar dormida. Hace mucho estaba cansada, pero
se le hacía difícil dormir. Así, con la cara hacia el pasillo y como si
esperara a alguien, se queda dormida.
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