La
primera vez que lo vio llevaba una pesada armadura incluso dentro de la casa.
Su padre presentó al hombre como un caballero.
-Ella es
mi hija- dijo el señor extendiendo la mano en dirección a la pequeña. Ésta tenía
la mirada clavada en la imponente figura de metal. No se le veía ni un trozo de
piel, sólo sus iris azules como dos puntos de luz brillando en la oscuridad y
era tan alto e imponente que su cabeza casi tocaba el techo. Escuchó que el
caballero se había retirado de la guerra, pero siempre vestía su cota de mallas
y el casco puesto.
El
caballero al principio solo se encargaba de hacer guardia en las puertas y
escoltar a su padre. Un día con la curiosidad propia de un infante, la niña
exploraba los pasillos de la casa. Sin darse cuenta terminó recorriendo uno que
llevaba a un reducido cuarto con una cama, un mesón grande y un viejo cuadro
adornando el lugar. Allí vio a el hombre quitarse el yelmo sentado frente a la
mesa en un rincón de la estancia. A un lado había un espejo y en este se
reflejaba el deformado rostro cubierto de heridas. Algunas de sus cicatrices
parecían resultado de un combate, mientras otras de haber sido sometido a
torturas. Tenía la piel áspera, deformada y quemada. Sus ojos hinchados la
percibieron a través del cristal y se levantó de golpe. La niña asustada huyó
rápidamente y desde entonces se mantuvo lo más lejos posible.
Mucho
tiempo después su padre murió de una enfermedad enfermo y postrado en una cama.
Se despidió de ella con palabras cálidas y una caricia en el pelo y con sus
últimas fuerzas le encomendó al caballero la tarea de protegerla. El caballero
prometió hacerlo siempre.
A partir
de ese instante, no le quitó la vista de encima. Para la muchacha era un
monstruo, un ser espeluznante, silencioso y tosco en las escasas ocasiones que
trataba con él. Le tenía miedo, desde el día en que vio su horrendo rostro.
Creció siendo vigilada por su espantosa figura. Incluso cuando se divertía
pasando el tiempo con amigos, giraba la cabeza y podía ver su sombra en la
distancia. A sus dieciséis años empezaba a serle molesta su presencia.
Por eso,
decidió hacer una travesura. Iba a escaparse de sus ojos. Aprovechando un
momento en que suponía debía estar descansando, se subió a hurtadillas en un
carruaje usado por los sirvientes para transportar el mercado y una vez en la
silla del conductor azotó con el látigo al caballo que estaba amarrado.
La
carretera estaba desierta y alrededor suyo la llanura extensa. Sonrió cuando
notó que nadie la seguía. Lo había logrado.
De
repente, sin saber qué sucedió, la rueda delantera dio un brinco y la carroza
se inclinó peligrosamente hacia un lado y terminó por estrellarse contra el
suelo. La joven salió del vehículo y se sentó en la tierra para abrazarse a sí
misma. Tenía el cuerpo adolorido, varios rasguños y le dolía una pierna. Su
ropa también se había ensuciado.
Después de un rato, le llegaron
sonidos de pisadas. Al alzar la vista se le aguaron los ojos.
Sintió ganas de llorar. Era el
caballero. La miró con una mezcla de enojo y compasión.
-
¿por qué…? - preguntó ella.
-
¿No dije que siempre iba a protegerte? -dijo
hincándose en una rodilla y rodeando con sus brazos los hombros de la chica
para ayudarla a ponerse en pie. Ella contuvo las lágrimas y el deseo de
abrazarlo. Prometió secretamente no volver a escapar.
-D. Bustamante
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