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Quinto Concurso de Cuento Corto: RETRATO ESCARLATA



El monstruo del éxito carecía de límites.


Compraba pinturas que se derramaban por la insolencia, y poseía ataques directos que se ensanchaban con el odio y la tristeza. Desenfundaba sus mejores ideas a base de rumores nocivos, aprovechándose de cualquier laguna oscura que pudiese llegar a afectarlo, sin cambiar de parecer.


Tenía plumones de hierro hechos en casa, y se apoyaba en atriles diseñados con lava y hojalata.


Su mayor obra hasta el momento — un excéntrico cuadro con ballenas relucientes, cielos vacíos y un huracán sin color —, conseguía atosigarlo en los sueños más insólitos y turbulentos. El renombre que había ganado por un trabajo tan mediocre lo sumergía en la acromía, debilitando sus huesos y articulaciones; reemplazando el verdadero sentido de estar allí, de todavía ser humano. Se estaba transformando en una máquina obsoleta, que tarde o temprano debía estandarizar su forma de pensar.


Kim WonYoung era un preso de sus propios deseos. Combinaba el whisky con trozos de hielo, y masticaba la aversión sin llegar a pensar en sus desaciertos. Tomaba largas duchas con un poco de culpa y muchísima agua sucia; entreabría los ojos y prefería deleitarse con algunas críticas negativas y un lenguaje de poca estima.


Día a día, era capaz de vivir en la extravagancia y en la inmersión infinita de ciertas pesadillas.


Los cabos mentales se le soltaban cada tanto, la lógica poseía ciclos y fechas de caducidad.


En algún punto, lastimó su mano derecha mientras arruinaba un montón de bocetos incompletos. Antes de querer centrarse en cualquier otra cosa, prefirió gritar, eclipsarse; nunca sabía qué debía pintar y se sentía como un cobarde.


A veces rogaba por auxilio y se enfrentaba a fobias insólitas. Se escabullía constantemente de los reflectores, y le temía a su propia sombra. Entre más grande era la luz que lo perseguía, más peligrosa era la oscuridad que allanaba sus recuerdos. El infortunio lo acosaba por doquier, como si fuese un enemigo implacable que jamás podría vencer.


Y en realidad, él ni siquiera se equivocaba.

Salvaguardó esa agonía y se relegó a lo que podía denegar o soportar, hasta que finalmente, llegó el día gris. En esas fechas, todo se veía como los domingos: estereotipado y lleno de recuerdos. Por esa razón, se atrevió a presentar su obra más reciente, en la cúspide de la vulnerabilidad: época decembrina, burlón frente a la navidad. Mientras los obispos locales repartían aleaciones fundidas con el sectarismo, las ostias y un poco de licor bendito, él estaría allí, atrapado en una cárcel de colores y esqueletos artísticos que jamás se escurrirían del vidrio o del papel.


Expondría esa tediosa novedad a toda costa, aunque ésta solo fuese una copia absurda y un tanto cínica de su mejor esfuerzo. Debía replicar el mismo error que lo había catapultado hasta el éxito, porque no podía permitirse ningún experimento, ni cambios, y tampoco quería ser olvidado.


Entonces logró reunir fuerzas suficientes para enfrentarse a su reflejo antes de partir, espantándose cuán desconocido ante ese porte desagradable e indefenso que le devolvía una tétrica sonrisa. Se vistió con mentiras costosas, y probó la hiel de su propia codicia.


Reafirmó el estatus social mientras se enfrentaba a ese gemelo enfermo, y lo único que escuchó a sus espaldas fue un suspiro lastimero.


—Te ves como la mierda, hyung — espetó su hermano menor, quién solo se la pasaba fumando y admirando, cómo el sustento del hogar se enredaba con la desgracia.


El muchacho —que tenía pintas de vago, más que de universitario—, era bastante idéntico al pintor. Compartían rostros, pesadillas, el hambre de atención e incluso la misma fisionomía.


Se habían decolorado el cabello, arrancado las uñas, habían vendido su alma al mejor postor: ya no hacían arte, solo garabatean basura estética para un sistema oxidado y una jerarquía deplorable. Por ese motivo, las ballenas se transformaron en engendros imparables —compradas con el sesgo y el fulgor de la juventud—, y el huracán sin color fue reemplazado con su propio corazón.


Kim WonYoung y esa penumbra entrometida, eran casi la misma persona.


A veces pintaban con un poco de sangre y sudor para los trabajos o museos, y el último recuadro tenía un poco más de ello.


 

—A.S. Leighton

 

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