Quinto Concurso de Cuento Corto: SINFONÍA A LA MUERTE Y EL OLVIDO

  


A. F. Carlo

  La consagración de la primavera. 

—¿Ah? 

—La música. Es La consagración de la primavera, de Stravinski.

 

No lo había visto, pero estaba allí, sentado a mi lado, en la mesa, escuchando con atención la melodía que acababa de nombrar. Acudía a este restaurante desde hace unos meses, después del trabajo, pero esa fue la primera vez que advertí la presencia de aquel hombre misterioso. Lucía como un transeúnte errante, pues las ropas negras, vistosas en otros tiempos, parecían sucumbir ante el uso permanente.

 

—¿Sabía usted que el día del estreno de esta pieza el público armó un escándalo? — preguntó.

—En efecto. No era la época indicada para una obra como esta.

—Y mire usted, caballero, cómo hoy, después de tanto tiempo, es una de las melodías más apetecidas en los grandes teatros europeos.

 

No pronunció una palabra más, pero su hedor, como una humareda invisible de basuras acumuladas, me hacía saber que seguía allí. En una oportunidad, cuando quise llamar al mesero, el insoportable pinchazo de la curiosidad me traicionó, así que giré la vista al taburete contiguo, donde el tufo se hacía más intenso. Aquel pobre hombre miraba hacia el frente, extraviado en el vacío del horizonte. Se tambaleaba en el asiento, como un bote a la deriva, y llegué a pensar que su cabeza se estrellaría en el suelo, pero tuve la certidumbre de que en verdad estaba perdido. Así es, estaba perdido en la dulzura de las flautas y los oboes que escuchaba, abandonado en la agresividad de las trompetas que rugían por la primavera consagrada. Sin que yo lo notara, la música dejó de sonar.


—¿Ha escuchado usted a Mahler?

—preguntó. 

—¿Ah? ¿Qué?

—Esa trompeta —seguía mirando al frente mientras otra pieza comenzaba —. Es la introducción a la Sinfonía No. 5 de Gustav Mahler ¿Sabía usted que la gente lo odiaba?

 

—¿A Mahler? ¿Cómo es eso posible?

—Era un adelantado. La gente comprendió la importancia de su obra muchos años después de que muriera. 

—¡Eso es realmente triste!

Él volvió a callar, regresando al bamboleo tenue en el que la música lo hechizaba. La pestilencia iba y venía con su cuerpo, pero ya no era tan insoportable. Terminé por olvidar que debía irme a casa, y, sin advertirlo, acabó la hora y cuarto que tardaba la sublime pieza de Mahler. Vi al hombre, nuevamente impasible en su silla, cuando una hermosa melodía de piano comenzó a sonar. No identifiqué la música, pero él, con los ojos congestionados, sollozaba.

 

—Qué belleza —murmuró débilmente —. Cuadros de una exposición, Modest Musorgski. 

—Es una melodía realmente preciosa. 

—¿Conoce usted a Jean-Batiste André? 

—No, jamás había escuchado ese nombre. 

—Fue un joven pianista de gran talento, pero ya nadie lo recuerda. Su último concierto finalizó con la obra que está usted escuchando. 

—¿Qué le sucedió? 

—Murió en un accidente de automóvil hace dos años.

 

Ahora lucía más grave. Su boca se movía, tarareando con exactitud cada pasaje por donde el piano se aventuraba, y al finalizar los periplos más complejos, con un tropel de notas en rápidas sucesiones, el rostro apesadumbrado esbozaba una sonrisa donde se vertían las lagrimas que caían de los luceros.

 

Después de media hora la pieza terminó. El hombre cerró los ojos durante unos segundos y luego empezó a hurgar en los bolsillos del traje deshilachado. Noté un violento temblor en sus manos al sacar la cartera. Cuando intentó extraer un billete no pude soportar el enorme esfuerzo que realizaba, así que le ayudé. A la luz del establecimiento me di cuenta de que tenía las palmas destrozadas. Los nudillos llevaban terribles cicatrices que se extendían hasta la punta de sus dedos trémulos. Me pidió que me quedara con el dinero y, sin mirarme, expresó su agradecimiento por haberle escuchado. Aquel hombre miserable, de ropas negras cuyas mangas coronaban con un par de manos caprichosas, se levantó y desapareció por la puerta del restaurante.



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