Tic, tac,
era lo único que escuchaba en la sala de espera mientras me quitaba la mugre
que tenía debajo de las uñas. El dentista salió de su consultorio y dijo mi
nombre. Alcé la mirada y sus ojos ya estaban en los míos. Me levanté y entré a
su consultorio. Me acosté en el sillón estomatológico y él prosiguió a
ajustarle la luz.
Era alto.
Su pálida y pecosa piel se asemejaba al interior del suave pan recién horneado.
El degradado de sus ojos era como el café moca de mi desayuno y sus ojeras revelaban
años de noches en vela. Su esponjosa barba color canela estaba cubierta por el
tapabocas dejando a la imaginación el postre. ¡Era imposible no salivar!
Me pidió
que abriera grande la boca y comenzó a revisar mis dientes. Estaba tan cerca de
mí que su aliento empañaba mis lentes y su apetecible aroma me sedaba.
− Tienes la
dentadura de un niño. – Me dijo emocionado.
− Tus
dientes son resistentes, tan blancos e inocentes como los de leche. Tener esta
dentadura es inusual a tus 20 años.
Entre
confusión y asombro solté una risa nerviosa. Sentía cómo pasaba su dedo por mis
dientes y lentamente se acercaba a la encía dónde se supone deben estar las
cordales inferiores y cada vez iba más profundo. Todo esto ocurría mientras me
miraba fijamente, sin parpadear.
− Tienes
buenos reflejos y salivas mucho.
La
seriedad de sus palabras nublaba mi juicio. Sin embargo, no quería que la cita
terminara aún.
El
dentista me hizo la valoración y programó la próxima cita para el día
siguiente. Por culpa de su cautivadora presencia, no me fijé en el motivo de la
cita y para cuando intentaba descifrar la irreconocible caligrafía, ya estaba
fuera de su oficina.
El lugar
era nuevo en el barrio. Su oficina y consultorio se encontraban en el primer
piso, su casa, en el segundo. No pude contenerme frente a las promociones de
inauguración que ofrecía.
Caminando
por el andén hacia mi casa miraba los cuervos volar sobre mí como cenizas sin
dirección. Pensaba en sus extraños comentarios y su imborrable mirada
incitante. Mi atracción hacia él crecía con cada paso que daba. Imaginaba
escenarios donde la relación que nos unía iba más allá de paciente y doctor,
pero nuestras primaveras eran diferentes y como las cenizas, permanecerían en
el aire sin tocar tierra.
El día de
la cita llegó y la impaciencia me consumía. Me cepillé dos o tres veces y no sé
cuántas veces me revisé frente al espejo. Cuando llegué, la recepcionista
estaba a punto de salir.
− No te
preocupes, Marta, yo me encargo. – Dijo el dentista.
Ella se despidió, tomó su bolso y se fue. El
dentista me invitó a seguir a su consultorio, me senté en el sillón y disfruté
sentir cómo a medida que me recostaba el espaldar bajaba dejando ver
progresivamente su rostro iluminado como si fuera un amanecer. Abrí la boca
antes de que pudiera pedírmelo y se quedó mirando fijamente.
− Tus
dientes… son perfectos. – Me decía mientras se quitaba el tapabocas. Era la
primera vez que lo veía sin él. El postre estaba servido.
− ¿Perfectos?
De ser así no estaría aquí.
− ¿De
verdad vienes por tus dientes?
Su mirada
se acercaba lentamente a la mía atravesando la brecha de nuestras primaveras.
Nuestros labios se rozaron y caí inmediatamente en hipnosis. Tomó mi mano y me
condujo al segundo piso donde estaba su casa. Cruzamos la sala y el comedor
hasta llegar a su cuarto en medio de la oscuridad. Allí abrió su armario y sacó
un cinturón, me giró y agarró mis manos para amarrarlas. Pasó sus dedos por mis
labios tocando mis dientes y salió del cuarto cerrando la puerta.
Sin él a
mi alrededor, regresé vacilante del sueño artificial. Me deslicé por las
paredes buscando el interruptor. Cuando lo encontré, lo encendí. El armario
abierto tenía frascos de cristal etiquetados como incisivos, molares, natales, … y dentro de ellos evidentemente
había dientes. No podía mantener ni los ojos, ni las manos quietas. Cuando vi
que la perilla de la puerta giró, supe que era demasiado tarde para mí.
Genial¡¡¡¡
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