Al Cabo del
Silencio
La Pequeña de los
Ojos Grises despertó. Estaba tendida sobre el césped en un amplio
claro con los destellos dorados del sol calentando sus mejillas.
Algunas mariposas volaban en círculos por el aire. Seguía acostada
y podía ver las enormes copas de los árboles alcanzar el claro azul
del cielo. La Pequeña se incorporó y apreció su alrededor, las
mariposas estaban ya un poco más lejos y vio como de a poco se
fueron desvaneciendo en las sombras de los grandes árboles que
rodeaban el claro. Sintió una ráfaga de viento que levantó varias
hojas secas del césped, las hizo volar en un remolino y las puso de
nuevo en su lugar. Era un hermoso lugar. La Pequeña de los Ojos
Grises estaba tranquila y feliz. Un águila rasgó el cielo azul
justo por la mitad del claro y mientras aquellos ojos grises lo
seguían, se encontraron bruscamente con lo que parecía ser un
enorme rostro. La Pequeña se sobresaltó y cayó de espaldas sobre
el césped. El enorme rostro parecía inmóvil y la Pequeña yacía
agitada en el césped del claro, esperando el momento en que se
moviera. Aquel rostro era de piedra y tenía fragmentos de un
material dorado puestos cuidadosamente alrededor de los ojos formando
dos arcos que se encontraban rodeados por un arco de fragmentos más
grandes sobre lo que sería la frente, la cual era exageradamente
alargada como para ser hecha al reflejo humano. La Pequeña se
tranquilizó, pues ese rostro era, como todo en ese sitio, un rostro
hermoso, pero cuando los ojos de este se abrieron, la Pequeña
profirió un grito que debió escucharse a kilómetros de distancia.
Pero no fue así. La Pequeña paró de gritar angustiada. Volvió a
gritar olvidando por completo el enorme rostro que tenía al frente.
Nada. Lo intentó una vez más, pero no obtuvo el resultado que
quería. La Pequeña se volvió a incorporar mirando al rostro de
piedra mientras este la seguía con la mirada y puso atención a su
alrededor. Una ráfaga de viento volvió a pasar despeinándola y por
más atención que puso, no lo consiguió. En aquel hermoso lugar,
lleno de tantos destellos, árboles y un enorme rostro de piedra, no
se oía nada. La Pequeña no podía incluso escuchar su respiración.
Esto la angustió, y cuando una lágrima empezó a caer por su
mejilla, un dedo de piedra la secó. El rostro no era sólo eso, era
un cuerpo enorme de piedra, con más fragmentos dorados en todo el
torso y los brazos formando diversas figuras. La Pequeña ya no
sintió miedo de aquel ser, por el contrario, se sintió totalmente
cómoda de que ese ser estuviera allí y lo abrazó. El enorme ser de
piedra devolvió el abrazo y después de unos segundos la agarró de
los hombros y le sonrió. La Pequeña le devolvió la sonrisa. El
enorme ser relajó sus brazos y del centro de su pecho arrancó uno
de los fragmentos dorados de su cuerpo. Era el fragmento dorado más
grande que tenía y se lo extendió a la Pequeña.
La Pequeña agarró
el fragmento con ambas manos y a pesar de que el enorme ser no
articuló palabra alguna, ya sea porque no pudiera hacerlo o porque
sabía que en aquel sitio no se oía nada, entendió lo que la mirada
de ese enorme ser decía. Es todo tuyo. La Pequeña sonrío y
el ser le devolvió la sonrisa. Fue entonces cuando todo se puso
oscuro y la Pequeña perdió el conocimiento. La Pequeña de los Ojos
Grises volvió a despertar, pero esta vez no estaba en ningún claro,
el cielo era gris, había mucho polvo en el aire y debajo de ella no
se sentía ningún césped. Un soldado agitado con un casco bastante
redondo apareció en su visión y al verla se agachó y la levantó
en brazos. ¿¡Te encuentras bien!? ¿¡Te duele algo!? La
Pequeña no respondió a estas preguntas, no porque no quisiera, sino
porque no escuchó nada. La bomba que destruyó su hogar la había
dejado sorda. En su lugar, los ojos grises de la Pequeña
respondieron con otra pregunta. ¿Dónde está mi mami?
Dave Mont
Un cuento con el balance perfecto...
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