Cuarto concurso de cuento corto: El crimen de la babilla.





El crimen de la babilla.

A nadie se le pasó por la cabeza en la cena de aquel veinticuatro de diciembre los acontecimientos que se avecinaban unas pocas horas después a tan solo unos metros de la lujosa casa. Salvo a mí, que desde que esa mañana, cuando me despertó Juanito haciéndome cosquillas en mis pies finos, lisos, sedosos como una manta, y abrí mi par de agujeros negros que después de una ducha de espuma en la tina, adorno con lentes y se transforman en un mar de agua salada que ahoga a más de uno, perfectos; me desbordó una zozobra de repente. Vivo en un barrio en el que solo vive gente de bien, de los que nos mandamos más caché en este moridero que se llama Cali. Ciudad Jardín, el barrio que vio mi transformación de princesita de papi a lo que soy: diva, modelo, estudiante de comunicación de una prestigiosa universidad, que obviamente que no es univalle, gas con ese montón de parásitos que joden el trafico cada que quieren vacaciones, taponan la trece, la cien y me hacen coger la re tarde para mis clases de tenis, patéticos. Mi papi es presidente de uno de los ingenios más importantes del departamento y nunca está en casa, salvo las fechas especiales. Aquella mañana me sorprendió con un vestido divino que me compró en un viaje repentino a parís. Es rosa, escotado, con encaje, marca perfectamente mis curvas, y me llega tres dedos arriba de las rodillas, diseñado por Christian Dior; y unos tacones beis con el tamaño adecuado para bailar toda la noche, de diseño Valentino. Cuando se puso la luna, a eso de las once, ya me encontraba entre mi multitudinaria familia robándome las miradas de mis primos, pervertidos; y de uno que otro familiar mirón. La cena que desde siempre fue costumbre e igual de entretenida, nada, culminó puntualmente como los años anteriores a las tres de la madrugada. Pero la mía terminó a las doce. El “flaco” Rodríguez me recogió en su CX-7 blanca. “Llamas a Luis para que te recoja y no vayas a llegar al mediodía” Fueron las palabras que me dirigió papi antes de besar mi mejilla al momento de despedirme. Salí de la casa y caminé sobre un sendero hasta el portón y al salir alguien dijo -Laura Sofía, está muy mamacita- en un tono coqueto.

Las rumbas en la Topa eran únicas y papi estuvo siempre en desacuerdo con mis visitas a esos sitios, que según él no eran para mí, ahora comprendo. Me gustaba el ambiente por la salsa y mucho más cuando los que invitaban eran muchachos de la Icesi con su polvito rosado, mágico. Pero esa noche a raíz de mis malos augurios decidí no excederme. Me pegué un pase disimuladamente como para prenderme y sin darme cuenta entre los pases y la música pasaron las horas. “El flaco”, que me gustaba desde el Bolívar, se había tragado una pepa que lo tenía al borde del delirio y cuando nos echaron de la disco, me susurro al oído -te quiero follar en la camioneta con ese vestido de putica- mirando fijamente mi escote. Instantáneamente estampé mi mano contra su pómulo y corrí hacia la salida que daba a la calle quinta. En esas pasaba un taxi que paró con la puesta de mi mano. El chofer abrió la puerta, miró mi escote y antes de que me preguntara dije -A la calle 14 con 107.- Una cuadra antes de casa comprendí que seguía bajo los efectos del polvito rosado: -Pare aquí-. - ¿Seguro señorita?, está muy oscuro-. –Pare aquí, ¿Cuánto le debo? -. Después de pagar y renunciar al cambio, descendí sobre la calle 14 y caminé adentrándome al parque de la babilla con un bareto en la boca y quemándose. Estuve maso menos una hora sentada en una banca, fumando. Cuando el sol se empezó a poner decidí emprender camino a casa, pero escuche un lloriqueo que llamó mi atención. Busqué con la mirada y nada, hasta que me acerqué al filo del lago y me topé con la horripilante, espeluznante, macabra escena que produjo un grito desgarrador en mi garganta: un tipo yacía entre los colmillos de la babilla.

                                                                          Continuara…

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