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Cuarto concurso de cuento corto: La vejez de Alcander, el bravo.



La vejez de Alcander, el bravo.

Era una mañana corriente en la que el viejo Alcander se despertaba gracias a la luz del sol que se filtraba por el techo de su casa.

El negro Alcander era alto e imponente. Esto y su fiera personalidad le habían merecido el puesto de jefe de pescadores en el pueblo durante su juventud. Era sin duda una de las figuras legendarias de San Miguel. Cierta vez le gano un pulso a una familia de lagartos que lo habían rodeado cuando se disponía a volver de una fructífera sesión de pesca. Tal hecho lo hizo armado solo con el palo que usaba de remo y con un oxidado machete.

Ahora con la cara arrugada y expresión decepcionada de alguien que ha espiado la grandeza, se dirigía a la cocina para desayunar una taza de café aguado y un trozo de pan.

Al ver la olleta llena de café supuso que a su hijo, el otro habitante de la casa, se le había hecho tarde mientras se preparaba para ir a la petrolera.

El hijo menor de Alcander era uno de los dos parientes que le restaban al viejo. Sus otros dos hijos habían muerto durante accidentes en la petrolera y su mujer: en el parto de su último hijo.

Mientras desayunaba, el viejo pescador revivía aquellos días en los que su esposa le preparaba pescado frito a la vez que charlaban sobre lo que se decía en el pueblo.

Despertando de su ensueño, se dispuso a salir de su casa sin rumbo aparente. Eventualmente, terminó en la plaza de San Miguel en donde se encontró con un grupo de pescadores retirados que le llamaban “capitán”. Siempre que veían a Alcander le pedían que reuniera a todos los “muchachos” para ir a pescar.

El capitán solo les decía con su voz ronca y burlesca:

-“Con estas aguas tan negras no cogemos ni un sapo”.

Llego la hora del almuerzo y Alcander fue a visitar a su hermana Rosita, su otra pariente, como de costumbre. Rosita lo esperaba con el menú típico de su residencia: un poco de arroz, unas cuantas tajadas de plátano frito y una pequeña porción de carne.

Igual que con los hijos del viejo, el marido de Rosita había sido víctima de un accidente en la petrolera. Ahora la solitaria viuda se las arreglaba para conseguir algún dinerito lavando ropa.

Justo cuando se despiidiendo su hermano, Rosita le propuso, como en otras ocasiones, que se viniera a vivir con ella. Él se negó alegando que le gustaba su “independencia”.
Ya de camino a casa, pasó por la ribera del rio, en el que no      se reflejaba ni el sol de ocaso debido a una mancha negra que lo había teñido poco después de la llegada de la petrolera.

Esta vez, Alcander rememoraría su juventud; las celebraciones junto a los demás pescadores en el bar que, dada la oportunidad, continuaban en su casa; el día en que le enseño a su hijo mayor el negocio familiar; el espectacular atardecer visto desde las llanuras del rio. Todo eso desvanecido.

Sin darse cuenta, llego a la casa ya de noche. Su hijo le esperaba en la cocina con una gran sonrisa.

-“Mira”- le dijo mientras sacaba unos cuantos billetes del bolsillo -“Todo esto se lo debemos a la petrolera”-.


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