Enajenar
en el olfato
Renunció
a meter sus narices en todo justo después de descubrir que con ellas
podía dejar de percibir a las personas como tales y asignarles un
lugar en la gama de olores que a lo largo de su vida había ido
construyendo. El punto de quiebre fue cuando la sinestesia llegó a
tal punto que ya no necesitaba ver a alguien para asignarle un lugar
en su larga lista olfativa.
Los
había de toda clase:Gente enferma: con infecciones en la
piel, con gripa, con estreñimiento, con
caspa. Personas adictas: al alcohol, al trabajo, a las drogas,
al sexo, al sueño. Humanos con:
pereza,
ira, amor, celos, preocupación, envidia, depresión, odio. Gente
obsesiva: con el aseo, con el orden, con los espacios, con
los colores.
Todo
comenzó como un juego. De pequeña, cerraba los ojos y describía su
entorno a partir de los aromas. Era la mejor en olfatear paisajes,
sus amigos jamás la igualaban. Y no supo que sufría una condición
clínica sino hasta los quince años cuando terminó con su primer
novio porque…
―Tu
ropa huele a mal seca todo el tiempo.
―Estás
enferma.
No
hicieron falta más palabras. Con el corazón roto y destilando
depresión, se dejó caer en la enorme ciudad y reconoció que nadie,
en efecto, podía hacer lo que ella: era única. Al principio, lo
disfrutó. El mundo era suyo: la mejor comida, las mejores ropas, la
mejor compañía. Pero el sueño duraba hasta que en su restaurante
favorito olía a ratón o, incluso peor, cuando su compañía
enfermaba de gripa.
Huía
de todo y volvía a comenzar. Y, si bien “renacer” era divertido,
con el tiempo se volvió agotador; así que decidió desechar su
lista y remover su sentido olfativo, porque ya no podía disfrutar de
la compañía de la mayoría de personas y porque la búsqueda de
alguien perfecto resultaba extenuante.Un día de abril, aprovechando
el aliento a esperanza con el que despertó, se internó en busca de
la anhelada cirugía. Los doctores estaban extasiados, jugaban con
ella: se metían objetos en los zapatos, se teñían el cabello y
tenían siempre una nueva excusa para retrasar la operación.
―Usted
es un arma; no hay más de diez personas en todo el mundo que puedan
ver a través de su nariz. ¿Quiere renunciar a eso?
Era
cierto, podía percibir el mundo de tal manera que logró identificar
el perfume de las mentiras y enojada escapó aprovechando el aroma a
flores que llegaba por el ducto de su habitación.
Una
vez afuera, decidió que acabaría con su problema ella sola. Salió
en busca de soluciones en el viento, pero entre más lo pensaba, más
dudas tenía al respecto. ¿Por qué dejar de ver el mundo a través
de olores?; al fin de cuentas lo único que necesitaba era dejar de
huir de él.
Decidió
ser una cazadora: no habría ser vivo, alimento, textura o situación
que desconociera su nariz. Así sus listas se hicieron más grandes:
aromas sobrecogedores, repulsivos, embriagantes. Todo en el mundo
podía ser etiquetado. Personas y demás seres vivos fueron entonces
una sumatoria de sus olores: podía describir su tamaño, su aspecto
físico, su forma de vestir, sus emociones, sus gustos. Sin embargo,
cada vez que sentía que ya había terminado, algún nuevo olor
llegaba.
Una
noche de noviembre en la que se encontraba taciturna y con una
fetidez a angustia dentro de sí, olfateó algo que atravesaba por
debajo de la ventana. Era un hermoso gato negro que portaba con
propiedad un olor que no correspondía con ningún otro. Lo siguió
por los largos tejados mientras sentía que el vaho se intensificaba.
Tenía los pelos erizados y un extraño tufillo a miedo comenzó a
correr desde su interior: ¡detente! parecía gritarle, pero era
imposible dejar de perseguirlo: sin importar el malestar que esto le
ocasionara, tenía que saber de dónde provenía.
Finalmente
lo atrapó y en el momento mismo de asirlo resbaló al poner el pie
en una teja mohosa. Mientras caía sonrió con ironía: el olor que
portaba el gato era el de su propia muerte y ella podría abrazarla
con la tranquilidad de haberlo podido conocer… su labor estaba
completa.
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