INSTANCIAS
APAGADAS
Aunque
la noche era fría, las lucecitas navideñas brillaban alegres al son
de los aplausos y la algarabía. Era un día de festín de algunos
santos conmemorativos donde se recoge parte de la identidad nacional
heroica construida, por eso todo este paisaje recorrido entre viejas
calles hacia casa, evidenciaban parte de lo que sucedía y era móvil
cuando aún mi pensamiento inquieto volvía al lugar donde la cabeza
había impuesto la costumbre como la disciplina, de allí que mis
pasos se convirtieron en saltos haciendo corto el camino, ¡he
llegado a la esquina de casa ¡
Un
hombre, de tez mestiza, cara delgada con todo su torso sumergido en
la delgadez finura caminaba entre el festín con paso lento y firme
en su bastón. A medida que se acercaba a casa, recogía uno por uno
los faroles quemados. Mirándome con sus tiernos ojos oscuros me
dijo: “Has
llegado a tiempo.”
Él, había
estado toda la noche en su
pequeño
oficio de fabricar dulces melados santandereanos que luego vendía en
un metálico carrito que usábamos como tienda, ese oficio le
permitía seguir recordando ese sabor único de la montaña.
Nos
dirigimos a su habitación en donde depositó su cuerpo, encendiendo
su radio para escuchar esa música pueblerina empezó a recordar a su
casa, recostó la cabeza en la almohada y allí se quedó pensativo.
A
eso de las nueve me acerqué a pedirle su bendición. Abrió los ojos
y me dijo: “¡tengo
sed!”.
Me
acerque amorosamente. Yo adoraba a mi viejo. Era como un chiquillo.
Lentamente,
bebió de su botellita, una vez terminado tomo mis manos humedeciendo
mi piel con su frio. Me regaló un beso y me dio las gracias.
“¿Papá?…
contéstame….” le dije – “Papá… nombre de Dios…”.
Nada.
Mi corazón se
entristeció,
desde mi cama me quede mirándolo mientras mi madre me decía: “¡no…
lo molestes déjalo dormir!”
Leí
unas horas antes de dormir, él se levantó a eso de las diez, caminó
hacia el baño y bebió un vaso de agua. Me miró refutando “¡esta
muchacha!, vete a dormir”.
Rápidamente me acerqué más y le dije: “Te
quiero mucho ¿sabes? nombre de Dios”,
y él mirándome tiernamente me contestó: “¡si,
Dios nos bendice!”
… se acostó de nuevo y entre abrió los ojos para mirarme en donde
estaba, encontrándome dijo ¡ora por mi¡ Su cuerpo empezó a
ponerse firme y tenso. Mientras el color amarillento se notó desde
los dedos hasta el rostro. Pero sus ojos no se apagaron, sino que se
pegaron de los parpados, quedando la boca muy abierta y tiesa como el
cascarón de un chinche.
Eran
las 6 de la mañana del día 12 del mes doce de 1712. Un cuerpo yacía
en la esquina derecha de una vieja cama de metal. José, el obrero
más coloquial había apagado con una sonrisa propia e infinita, la
movilidad continúa y humilde de su espíritu alegre, valiente y
callado.
Y
es que a esa hora todo mundo dormía, menos Blenda la pequeña
ancianita. Madre mía, ella era quien lo mimaba y cuidaba apenas
llegaba de trabajar en las noches. Ella también cuidaba enfermos
para poder ayudar a su amado. Por eso siempre corría a buscarlo
diciéndole:
“Josesito, mi niño lindo, mi bebecito”… “Buenos días,
Josesito”.
Pero ese 12 de diciembre, se quedó asustada cuando lo miró, le
decía en voz entonada: “José….
José…. José…”. Rogándole
que contestara el saludito, pero no fue posible. Él
se
quedó bien calladito y quietito. Blenda, al no escuchar nada, dejó
caer a borbotones goteritas de amor. Y desde su corazón elevó una
oración por Josesito, quien ya se había ido bien lejitos.
Mi
hermana lo tomó entre sus brazos, acariciando su cabello y tratando
de sentarlo le regaló un beso en la frente. En ese momento lo miró
muy dulcemente pidiéndole que volara como un angelito, y yo, me
quedé mirando como un alma de niño bien escondido salía de aquel
cuerpo con un color nuevo, brillante y muy jovencito. Porque el
cuerpo viejo que nos dejó en la casa se volvió en segundos bien
arrugadito y vacío.
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!