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Cuarto concurso de cuento corto: INSTANCIAS APAGADAS



INSTANCIAS APAGADAS

Aunque la noche era fría, las lucecitas navideñas brillaban alegres al son de los aplausos y la algarabía. Era un día de festín de algunos santos conmemorativos donde se recoge parte de la identidad nacional heroica construida, por eso todo este paisaje recorrido entre viejas calles hacia casa, evidenciaban parte de lo que sucedía y era móvil cuando aún mi pensamiento inquieto volvía al lugar donde la cabeza había impuesto la costumbre como la disciplina, de allí que mis pasos se convirtieron en saltos haciendo corto el camino, ¡he llegado a la esquina de casa ¡

Un hombre, de tez mestiza, cara delgada con todo su torso sumergido en la delgadez finura caminaba entre el festín con paso lento y firme en su bastón. A medida que se acercaba a casa, recogía uno por uno los faroles quemados. Mirándome con sus tiernos ojos oscuros me dijo: “Has llegado a tiempo.” Él, había estado toda la noche en su pequeño oficio de fabricar dulces melados santandereanos que luego vendía en un metálico carrito que usábamos como tienda, ese oficio le permitía seguir recordando ese sabor único de la montaña.

Nos dirigimos a su habitación en donde depositó su cuerpo, encendiendo su radio para escuchar esa música pueblerina empezó a recordar a su casa, recostó la cabeza en la almohada y allí se quedó pensativo.

A eso de las nueve me acerqué a pedirle su bendición. Abrió los ojos y me dijo: “¡tengo sed!”. Me acerque amorosamente. Yo adoraba a mi viejo. Era como un chiquillo. Lentamente, bebió de su botellita, una vez terminado tomo mis manos humedeciendo mi piel con su frio. Me regaló un beso y me dio las gracias.

¿Papá?… contéstame….” le dije – “Papá… nombre de Dios…”. Nada. Mi corazón se

entristeció, desde mi cama me quede mirándolo mientras mi madre me decía: “¡no… lo molestes déjalo dormir!”

Leí unas horas antes de dormir, él se levantó a eso de las diez, caminó hacia el baño y bebió un vaso de agua. Me miró refutando “¡esta muchacha!, vete a dormir”. Rápidamente me acerqué más y le dije: “Te quiero mucho ¿sabes? nombre de Dios”, y él mirándome tiernamente me contestó: “¡si, Dios nos bendice!” … se acostó de nuevo y entre abrió los ojos para mirarme en donde estaba, encontrándome dijo ¡ora por mi¡ Su cuerpo empezó a ponerse firme y tenso. Mientras el color amarillento se notó desde los dedos hasta el rostro. Pero sus ojos no se apagaron, sino que se pegaron de los parpados, quedando la boca muy abierta y tiesa como el cascarón de un chinche.

Eran las 6 de la mañana del día 12 del mes doce de 1712. Un cuerpo yacía en la esquina derecha de una vieja cama de metal. José, el obrero más coloquial había apagado con una sonrisa propia e infinita, la movilidad continúa y humilde de su espíritu alegre, valiente y callado.

Y es que a esa hora todo mundo dormía, menos Blenda la pequeña ancianita. Madre mía, ella era quien lo mimaba y cuidaba apenas llegaba de trabajar en las noches. Ella también cuidaba enfermos para poder ayudar a su amado. Por eso siempre corría a buscarlo diciéndole: “Josesito, mi niño lindo, mi bebecito”… “Buenos días, Josesito”. Pero ese 12 de diciembre, se quedó asustada cuando lo miró, le decía en voz entonada: “José…. José…. José…”. Rogándole que contestara el saludito, pero no fue posible. Él

se quedó bien calladito y quietito. Blenda, al no escuchar nada, dejó caer a borbotones goteritas de amor. Y desde su corazón elevó una oración por Josesito, quien ya se había ido bien lejitos.

Mi hermana lo tomó entre sus brazos, acariciando su cabello y tratando de sentarlo le regaló un beso en la frente. En ese momento lo miró muy dulcemente pidiéndole que volara como un angelito, y yo, me quedé mirando como un alma de niño bien escondido salía de aquel cuerpo con un color nuevo, brillante y muy jovencito. Porque el cuerpo viejo que nos dejó en la casa se volvió en segundos bien arrugadito y vacío.

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