Llegué al bar a eso de las doce, con mucho sueño y las botas llenas de barro. En mi fuero interno creí haberme lavado bien las manos y las salpicaduras del rostro. Estaba equivocado, pude comprobarlo por cómo me miraron al entrar. Alrededor mío se hizo un silencio profundo, como el de los cañaduzales en la madrugada. Me senté en un rincón de la barra impregnado por un intenso hedor a orina seca. Un mesero de unos quince años, con apenas unos pelillos en la barba se acercó a mí. Sostenía una jarra de cerveza en sus manos temblorosas y mientras intentaba limpiarla con un trapo sucio y roto, me preguntó si quería beber algo. Sentí pena por él, el miedo es un sentimiento natural, a mí mismo, antes de hundir la pala en la tierra, me vacila el pulso. «Soy carnicero», le dije como si así pudiera convencerlo de mi inocencia. Ni si quiera un niño podría creer una mentira como esa, pero él sí y eso le ayudó a recuperar la tranquilidad. Por fin me miró a los ojos, eran negros y profundos, igual a...