Cansado después de
una larga jornada de trabajo como bibliotecario, Juan Bastidas se disponía a
caminar a su morada ubicada a las afueras del antiguo y conservador pueblo de
Guba. En aquella apacigüe tarde, los últimos rayos del sol se ocultaban tras
las frondosas montañas que rodeaban su lugar natal. las gotas de una leve brisa
empañaban sus lentes redondos y el espeso lodo pegaba sus botas al suelo. Se
percató de que, en el pantanoso terreno rodeado de árboles y maleza que
conducía a su solitaria casa de campo, iba quedando de una manera casi perfecta
la forma de su suela, notó además que delante de él se encontraban otro par de
huellas muy similares a las suyas. «a veces hay que ponerse en los zapatos del
otro». Pensó, y en sus labios se dibujó una leve sonrisa. Se le ocurrió que
sería gracioso continuar su camino pisando aquellas huellas, recorriendo la
trayectoria que alguien antes de él había trasado.
Luego de unos minutos
cumpliendo aquel inocente juego, el húmedo sonido de pisadas sobre el barro lo
hicieron sobresaltarse. Miró rápido hacia atrás con la esperanza de divisar,
con ayuda de la escasa luz de luna que acompañaba su recorrido, al responsable
de aquel chapoteo, pero fue en vano. la fría luminiscencia apenas y le permitía
ver el camino que llevaba. decidió acelerar el paso para llegar lo antes
posible a la seguridad del hogar.
Continúo pisando las
huellas que le precedían, ya no por juego, sino más bien, para evitar pisar
alguna piedra o bache que le hiciera perder el ritmo que llevaba. Sentía en su
pecho el miedo y la sensación de que aquello que venía detrás de él había
empezado también a caminar más rápido. Faltaba poco para llegar; la tierna
brisa se había convertido ya en una angustiosa lluvia que inundaba cada huella.
Grande fue su
sorpresa al descubrir que aquellas huellas que había estado pisando terminaban
frente a la vieja reja metálica que se suponía protegía su hogar. sin pensarlo
dos veces entró con deseo de descubrir quién había logrado atravesar su
seguridad, percatándose de que también la puerta de la antigua casa se
encontraba abierta de par en par, Se asomó a la ventana de empañados cristales
para intentar ver qué era lo que le esperaba dentro. Notó que, en efecto, había
alguien adentro. sin embargo. no pudo reconocer rasgos, ya que la fuerte luz de
un rayo deslumbró su vista.
En medio de una
lúgubre oscuridad, el intruso leía en el gran comedor a la luz de la vela. Juan
bastidas se armó de valor y atravesó la puerta principal de aquella vieja casa
heredada por su difunto padre. La ausencia de luz no le impidió encontrar al
instante el candelabro que siempre había empleado para evitar que se cerrara la
puerta. ya con objeto en mano, corrió hacia la silueta que, sentada en el
comedor, parecía inmerso en aquella lectura. Tanto que cuando alzó la mirada
hacia el hombre que se acercaba, fue muy tarde para escapar del seco sonido ocasionado
por el choque del metal contra su cráneo.
Bastidas se sintió más atraído por las dos páginas que tan placenteras resultaban para aquel hombre que por el cuerpo en el piso. Se sentó y leyó el título en la primera página: “muerte sobre la marcha-Brandon Ramírez”. pero antes de continuar leyendo, el estruendoso sonido de un rayo lo hizo mirar hacia la enorme ventana de vidrios empañados. Le pareció ver a un hombre asomado. Con el corazón acelerado, centró su mirada en aquel texto formado por exactamente setecientas palabras. no las había contado, pero él lo sabía. Encontró el primer párrafo y leyó: “Les voy pues, con el derecho que considero tengo, a narrar la curiosa historia de lo sucedido a Juan Bastidas aquel diecinueve de marzo, fecha que más que lejana pareciera haber sucedido bajo la inefable calma que gobierna esta misma noche”
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