Eva H.D.
Habitaba esta casa una muchacha
con ojos de miel. No logro recordar la primera vez que me visitó, tampoco la
última vez que durmió aquí. Sólo sé que un día ella se fue y dejó su aroma por
toda la casa; la cocina aún tenía sus dulces favoritos, en la sala se escuchaba
el televisor sintonizando su canal preferido, pero sin duda alguna, el lugar
que más me recuerda a ella es mi habitación. Cuando supe que no volvería más
sus libros aún posaban en mi librero, nuestras fotos colgaban en la pared, su
ropa ocupaba más de la mitad del armario. Guardé todas sus cosas con la tenue
esperanza de que volviera. Con el tiempo, las arañas empezaron a tejer sus casas
sobre los recuerdos. Rodaron sobre mí fríos amaneceres y solitarias noches.
Muchas veces dormí abrazado a un objeto que la contuviera a ella muy adentro,
en las entrañas, pero con el tiempo perdieron la esencia.
La maldije tanto aquellos días.
La culpaba por abandonarme, la culpaba de la lluvia y de la soledad. Al caminar
por la calle la gente se quedaba mirándome; notaban el rencor acumulado en mis
sienes. Mis amigos al verme callado pensaban que ella me había robado las
palabras, también que se asomaba de vez en cuando en mis pupilas muertas. Una
noche decidí arrojar al fuego sus cartas, sus presentes, sus libros y su ropa.
La llama se alimentó de ella y se hacía más grande, pero al final sólo quedaron
cenizas. Me pensé liberado, ciertos días pude escuchar el canto de los pájaros.
Al pasar lo meses encontré una
caja, contenía en su interior un collar negro que ella olvidó. No le di mucha
importancia. Lo puse en mi maleta y lo arrojé a la calle mientras caminaba a la
universidad. De regreso a casa, me di cuenta que podía ser el último objeto que
conservaba de ella. Fui hasta el lugar donde lo había arrojado y ya no estaba.
En mis sueños aún pienso que ella caminó por la misma acera, lo reconoció y lo
llevó a casa con ella. Todo el camino de vuelta estuvo impregnado de una
infinita intranquilidad.
Al llegar a casa me besó el
rostro una ráfaga de viento. Me asomé al cuarto, vi la cama destendida con El
Aleph entre páginas, iluminado por mi lampara azul. Observé todos aquellos
objetos que solías habitar; la biblioteca con tus libros, el tablero con tus
fotos, el armario con tu ropa y mi mano con la tuya. Juro ante cualquiera que
he tratado de olvidar, me cuesta la vida entera, porque al entrar sólo quería
verte dormida en la cama, esperándome. Sin embargo, todo lo que veo, todo, es
una habitación vacía.
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