A Junior
Mi mejor amigo cumplía 25. Según
él, le quedan dos años antes de morir. A mí no me gusta creerle, pero paso
mucho tiempo con él por si no lo vuelvo a ver. Le llevé un libro de segunda
mano y una cajetilla de luckies, para fumar mientras hablábamos en un andén a
las diez de la noche. A veces nos quedábamos en silencio viendo una cucaracha
pasar por la calle. De vez en cuando nos tocaba estar en la juega con dos o
tres ñeros mal mirados.
—Esos son de acá —decía Junior—.
Relajate, que no te hacen nada si te ven conmigo.
—¿Y si un día te demoras en
salir, qué? ¿Me muero?
—No, subís al tercer piso.
Esa casa azul era lo más raro que
había visto. Tres pisos y bien angosta. Además, las casas de los lados parecían
recostarse en sus hombros y acomodarse para soportar el frio de las noches.
—Vení te muestro —dijo mientras
se paraba del andén con dificultad—.
Pasamos el umbral de una puerta
oxidada, se tendía un largo pasillo oscuro que iluminamos con la tenue luz de
nuestros teléfonos. Subimos unas pequeñas escaleras, con cuidado de no pisar
mal y llegamos al tercer piso. «¿Pillas? Entonces subís y me esperas a que
salga si te da miedo estar afuera.» Me dijo que subiéramos un piso más, y me
descubrí en una terraza desde la que se veía todo el barrio de Villanueva. Bajo
el manto nocturno se escuchaban rugir las motos emprendiendo la huida, algunos
disparos silbaban en la lejanía mientras eran perseguidos por sirenas. Los
faros fracasaban en su tarea de iluminar las calles y dejaban vulnerables a sus
caminantes nocturnos. Más cercana que nunca, se podía apreciar la gran cárcel
grisácea, que parecía no perturbar su sueño ante el ruido y la furia de su
alrededor. En la terraza también fumamos. La noche se internó en mis pulmones
como un alucinógeno.
Casi sin pensarlo, le dije a
Junior que me permitiera morir antes que él, pues mi corazón nunca saldría vivo
de su ausencia. Se echó a reír y me dijo que lo iba a pensar. Bajamos de nuevo
al andén a quemar los pocos cigarrillos que nos quedaban, un silencio de
despedida se alargaba entre nosotros. La media noche rodó sobre el barrio y él
me dio las gracias por recordar su cumpleaños. Mientras decíamos adiós, una
señora se nos acercó como una sombra a las espaldas. Tenía la marca del tiempo
en su cara, sus ojos guardaban el cansancio de mil hombres.
—Llevo picadas, maduritos y
chicles, muchachos —dijo la señora casi susurrando—.
Junior sacó un billete de cinco
mil. La señora lo tomó y siguió caminando hasta perderse en la penumbra de esa
extraña noche.
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