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VII Concurso del cuento corto, ALUCINACIÓN

 


A Junior

Mi mejor amigo cumplía 25. Según él, le quedan dos años antes de morir. A mí no me gusta creerle, pero paso mucho tiempo con él por si no lo vuelvo a ver. Le llevé un libro de segunda mano y una cajetilla de luckies, para fumar mientras hablábamos en un andén a las diez de la noche. A veces nos quedábamos en silencio viendo una cucaracha pasar por la calle. De vez en cuando nos tocaba estar en la juega con dos o tres ñeros mal mirados.

 

—Esos son de acá —decía Junior—. Relajate, que no te hacen nada si te ven conmigo.

—¿Y si un día te demoras en salir, qué? ¿Me muero?

—No, subís al tercer piso.

 

Esa casa azul era lo más raro que había visto. Tres pisos y bien angosta. Además, las casas de los lados parecían recostarse en sus hombros y acomodarse para soportar el frio de las noches.

 

—Vení te muestro —dijo mientras se paraba del andén con dificultad—.

 

Pasamos el umbral de una puerta oxidada, se tendía un largo pasillo oscuro que iluminamos con la tenue luz de nuestros teléfonos. Subimos unas pequeñas escaleras, con cuidado de no pisar mal y llegamos al tercer piso. «¿Pillas? Entonces subís y me esperas a que salga si te da miedo estar afuera.» Me dijo que subiéramos un piso más, y me descubrí en una terraza desde la que se veía todo el barrio de Villanueva. Bajo el manto nocturno se escuchaban rugir las motos emprendiendo la huida, algunos disparos silbaban en la lejanía mientras eran perseguidos por sirenas. Los faros fracasaban en su tarea de iluminar las calles y dejaban vulnerables a sus caminantes nocturnos. Más cercana que nunca, se podía apreciar la gran cárcel grisácea, que parecía no perturbar su sueño ante el ruido y la furia de su alrededor. En la terraza también fumamos. La noche se internó en mis pulmones como un alucinógeno.

 

Casi sin pensarlo, le dije a Junior que me permitiera morir antes que él, pues mi corazón nunca saldría vivo de su ausencia. Se echó a reír y me dijo que lo iba a pensar. Bajamos de nuevo al andén a quemar los pocos cigarrillos que nos quedaban, un silencio de despedida se alargaba entre nosotros. La media noche rodó sobre el barrio y él me dio las gracias por recordar su cumpleaños. Mientras decíamos adiós, una señora se nos acercó como una sombra a las espaldas. Tenía la marca del tiempo en su cara, sus ojos guardaban el cansancio de mil hombres.

 

—Llevo picadas, maduritos y chicles, muchachos —dijo la señora casi susurrando—.

 

Junior sacó un billete de cinco mil. La señora lo tomó y siguió caminando hasta perderse en la penumbra de esa extraña noche.


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