"Voy a morir", se repitió para sí mismo, como si intentara entender una realidad que se le escapaba, como si no fuera algo que sabía que podía pasar. Como si todos esos años de estar en aquella tierra perdida de la mano de Dios no hubieran hecho ni un poquito de mella en él, casi con la inocencia de un niño que no entiende el significado de dicha frase. Las piernas le temblaban, el corazón le daba tumbos, la mente le daba vueltas. Sintió en ese momento una sensación de querer caerse al suelo y llorar, como solo lo puede hacer un niño.
Se agarró a una pequeña silla ubicada en medio de la habitación, como si fuera un chiste. De la vida se rió, iba a morir, tan solo había estado media hora en aquella habitación. Pero cada objeto la misma le parecía tan familiar, cada uno le traía una nostalgia tan profunda como si hubiera vivido allí toda la vida. Con la mano libre tomó el revólver que llevaba en su cinturón. Mientras lo veía, no pudo evitar ver cómo la mano le temblaba como a un niño pequeño. Intentó poner firmeza en su agarre, pero no pudo. ¿De qué servía hacer algo así? ¿Para qué esforzarse?, pensó.
Abrió el tambor como ya sabía, vio cinco balas, tan solo cinco balas. Era una banda grande, serían como mínimo una docena de hombres y él tan solo tenía cinco balas. No pudo quitarle la vista al arma, parecía tan bella. Había sido su única compañía en aquella travesía. Recordó cuando su padre le contó aquellos sobre cuentos de hombres libres que no le temían a nada, que vivían por sí mismos, sin miedo, sin ataduras y sabiendo que un día morirían.
Vio su arma y recordó cómo la tomó "prestada" de su padre el día que murió su abuelo, el día que le tocaría asumir la responsabilidad de una familia cuyo linaje se extendía desde tiempos inmemoriales. Decidió que nada de aquello le importaba: sangre, linaje, raza, mantener el nombre familiar. Todo aquello no era más que tonterías. Pero ahora se preguntaba si aquello no había sido en el fondo un acto de cobardía. Si haberse ido a aquellas tierras, donde todavía quedaba espacio para un hombre como los de las leyendas, no había sido en el fondo huir. Huir de un padre castrante pero que cada vez más tan solo le parecía un hombre cansado, un hombre cansado de llevar una carga tan pesada que él mismo no quiso llevar. Aquellas miradas de desaprobación cada vez más le parecían el intento de un padre por hacer de su hijo un hombre más fuerte, uno más fuerte que el mismo.
Recordaba aquellas lecturas obligatorias que parecían hablar de cosas que nunca le serían útiles. Memorias familiares, las gestas de los antepasados, la historia del pequeño
marquesado que daba nombre a su familia. Todo aquello que le parecía tan inútil, ahora le parecía preciado, como si fuera la parte más profunda de él, tan profunda que ni él mismo podía verla. Recordó a su madre, aquella mujer siempre distante con la mirada ida, y por primera vez pensó en el sufrimiento que tendría que haber soportado para ser así. y él les arrebató a su hijo, caviló. A su único hijo. Se mareó, le dolía la cabeza, sentía que le iba a explotar.
Recordó a la chica con la que se suponía se iba a casar. ¿Qué le habría pasado cuando se fue? La humillación y el bochorno que debió pasar por su culpa. Era su culpa, todo aquello era su culpa. Solo quería sentarse, lentamente se sentó. Recordó a su mejor amigo, aquel chico con el cual había pasado sus tardes. ¿Qué estaría haciendo aquel? ¿Lo recordaría siquiera? ¿Alguien lo recordaría? ¿Quién lo recordaría? Era tan tentador quedarse así hasta que todo pasase y todo hubiera terminado.
Justo antes de sentarse, se levantó. No sabía si era un cobarde, no sabía si había huido. Lo que sí sabía era que iba a morir. Miró a la puerta, preparó su arma mientras caminaba, parándose justo antes del umbral. En ese momento, decidió que iba a morir.
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