Cambio de camisetas
Entrenábamos en una cancha de tierra. Cuando llovía, y casi siempre llovía, debíamos maniobrar con el balón por entre auténticos pozos de lodo. Mamá me mandaba con bolsas en los zapatos, y a los demás, si tenían bolsas, los mandaban igual. Yo me hice muy amigo de Héctor, el más alto y también el mayor de nosotros. Era el favorito, mío y del profesor, que lo solía invitar a su casa los domingos. A entrenar la mente, nos decía, mientras Héctor miraba en otra dirección.
Héctor no jugaba bien los lunes. Se lo veía ir de un lugar a otro sin levantar la mirada del suelo, embarrándose los pies a propósito. Él no tenía mamá que lo mandara con bolsas en los pies. En lugar de mamá tenía al profesor, que le compraba los mejores guayos, y se los llevaba a la cancha, donde todos pudiéramos verlos, olorosos a nuevo. Héctor se los ponía de mala gana, como si estuvieran untados de mierda. Los miraba con desprecio y con desprecio los llevaba. Durante el entrenamiento parecía más preocupado por estropear los zapatos que por jugar. A la semana ya no tenía guayos, y el profesor, siempre preocupado por él, ya le tenía otros el mismo día.
Yo me hacía con Héctor para todo. A veces debíamos tomarnos de la manos y él, que las tenía más grandes, me las tomaba primero. Las mías, ya de por sí pequeñas, lo parecían aún más entre las suyas. En los estiramientos me aseguraba de poner el cuerpo flojito, de tal modo que cediera fácilmente a la presión de su fuerza, y él la ponía toda. Nuestros cuerpos, casi pegados por el efecto de la contorsión, se juntaban lo suficiente como para que yo sintiera su olor y él el mío. A mí el suyo no se me olvidaba, lo llevaba conmigo a todas partes, y lo sentía sobre los hombros como una cadena de oro. Él no sé, pero a veces no se bañaba después del entrenamiento.
Y otras veces se bañaba solo, mientras el profesor lavaba los baños. A los demás nos hacía esperar afuera. Ustedes están muy sucios, nos decía, y acto seguido cerraba la puerta. Yo nunca estuve tan sucio como Héctor, ni los demás. Con el sonido de la regadera, atronador, salía también una avalancha de agua-barro por debajo de la puerta. Héctor, hasta entonces animado, salía cabizbajo, y se iba sin despedirse de nadie. Solo a mí me dedicaba alguna mirada, empañada por un sentimiento que yo no conocía.
Un día vino a visitarnos la policía, un lunes. Héctor no había llegado, y el profesor, un madrugador histérico, tampoco. Luego supimos que lo habían cambiado de concentración. Vendrá otro, me dijo un policía de cara amable, luego de alborotarme el pelo. Yo me lo recompuse de inmediato, pues Héctor podría llegar en cualquier momento. Pero no llegó. Ni vino al día siguiente, ni el miércoles. Mamá insistía en que yo tampoco fuera más. Muchos de mis compañeros habían desertado, quedábamos muy pocos, y a falta de entrenador, nos entrenábamos entre nosotros.
A Héctor lo volví a ver muchos años después, como delantero de un equipo universitario, nuestro rival en ese encuentro. Jugó bien, aunque sin el espíritu de entonces. Desbordaba rápido, pero perdía el balón con facilidad. Erró cuanto balón le llegó a los pies, y para el segundo tiempo lo dejaron en la banca. Ganamos por una diferencia de cuatro a dos. Yo marqué uno de esos goles. Durante el partido le buscaba la cara, quería forzarlo a mirarme, incluso cometí algunas faltas por ello, y cuando fue relegado a la banca, desde donde nos veía, también me aseguré de pasar delante suyo, posicionándome de tal modo que no pudiera no verme. Y lo hacía, pero sus ojos me atravesaban como si yo no estuviera allí.
En los vestuarios me acerqué para proponerle un cambio de camisetas. Me hacía ilusión llevar su olor en los hombros por última vez. Lo encontré apartado del resto, cabizbajo como entonces, y a mi propuesta, que no pareció escuchar, solo dijo: ya la cambié. Le dejé la mía.
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