LLUVIAS DE OCTUBRE
Como cada jueves, me encontraba en la biblioteca de la universidad dictando mi taller de escritura, algo que hacía desde hacía cinco años. En la segunda sesión, les proponía un ejercicio: escribir un guión a partir de dos líneas de una historia real de mi vida. Las escribí en el tablero:
—¿Vas a salir así? Va a llover.
—A mí me encanta la lluvia.
Les prometí que después del ejercicio les contaría la historia detrás de esas frases. En cada ocasión, contaba una historia diferente, aunque en raras veces compartía la real. Cuando puse el ejercicio todavía no sabía qué iba a contar, acabaron más pronto de lo que pensé y no tardaron en preguntarme, así que pensé rápido y empecé...
Cuando éramos niños, mi mejor amigo y yo jugábamos juntos cada tarde en mi patio, viviendo aventuras, juegos de mesa, dibujos y carritos. Un día, decidimos jugar a la casita, asumiendo roles de esposos que debían preparar la cena y cumplir con las responsabilidades del hogar. Al terminar el juego, le dije que me iba, pero él, visiblemente triste, me acompañó a la puerta, y fue entonces cuando empezó a llover.
—¿Vas a salir así? Va a llover —me dijo preocupado.
—A mí me encanta la lluvia —respondí emocionada.
—Pero podrías enfermarte.
—Ven, pisemos charcos y disfrutemos un rato, no seas aburrido.
Justo así, cualquier rastro de preocupación desapareció de su rostro y se convirtió en una gran sonrisa. Ambos salimos a pisar los charcos, mientras la lluvia caía sobre nosotros. Juanito sabía que mi casa estaba casi al lado de la suya y lo que deseaba era que me quedara un rato más jugando con él, que la noche de risas todavía no se acabara, lo logró.
Corría el mes de octubre, estábamos en la temporada de lluvias, así que después de esa primera noche, por varias noches repetimos el mismo juego, pero siempre, casi como si de un ritual se tratase, repetimos la misma conversación “Vas a salir así?”. Incluso al poco tiempo cuando las lluvias se fueron, cada vez que era hora de irme de su casa mantuvimos el ritual y nos quedamos jugando como si lloviera, imaginando los charcos y fingiendo que arrastrabamos nuestra ropa mojada, después de todo desde el primer día ambos sabíamos que solo había sido una excusa para jugar juntos un rato más.
Los años pasaron, y nuestra amistad se fortaleció. Experimentamos amores y desamores, y compartimos los altibajos de la vida. Sin embargo, a los dieciséis años, Juanito comenzó a enfrentar un fuerte trastorno depresivo. Traté de ayudarlo lo mejor que pude, pero mis visitas se volvieron menos frecuentes. Me fui de intercambio y le escribía periódicamente para saber de él, y él siempre me aseguraba que estaba mejorando y que no podía esperar mi regreso.
Al regresar, me encontré por casualidad con su madre en el supermercado. Le expresé mi ilusión por saber que Juanito estaba mejor, pero su mirada me indicó que algo estaba mal. Ella me reveló que en realidad, Juanito había estado internado, y que había regresado solo tres días antes. La conversación fue breve y algo incómoda, pero sentí la urgencia de verlo.
Después de comprar una pizza y sus dulces favoritos, llegué a su casa. Me recibió con una enorme sonrisa, y esa tarde pasamos juntos como en los viejos tiempos. Cuando la noche llegó, me acompañó a la puerta y, para mi sorpresa, repitió el juego que solíamos hacer.
—¿Vas a salir así? Va a llover.
No sabía si había olvidado cómo responder, o si decidí ignorar lo que eso significaba.
Respondí:
—Sí, debo llegar a casa pronto, mañana madrugó a trabajar. Nos vemos, cuídate, Juan.
Él cerró la puerta, y sus ojos se ocultaron tras ella. Caminé sin saber que era la última vez que vería esos ojos. Al día siguiente, mientras trabajaba, recibí la devastadora noticia: en esa noche lluviosa de octubre, horas después de despedirse de mí, Juanito se quitó la vida.
—Y FIN.
Bueno, jóvenes, ahí está la historia. Ahora muestren sus trabajos y veamos cómo
les fue en el ejercicio —les dije a mis alumnos al concluir.
—Profe, pero ¿en serio esa es la historia real?
—¿Qué crees tú? —respondí.
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