Mañana nunca llegó
Ese día empezó como cualquier otro. El café, listo, humeante, esperando en la mesa. La taza amarilla con punticos, la del niño de la casa. Los huevos revueltos, llenos de madrugada, con tocineta, ¿o era esa salchicha picante?, la Americana, la que ya no venden. Qué cagada, discontinuada. No más, lo bueno ni dura. Al menos el café seguía oliendo rico.
—Váyase al colegio — dice esa voz trasnochada de siempre. Afuera, tu primo, en la azulita, vieja, pero firme, la que era del papá. Suzuki, japonesa, esas salen finas. Siempre preguntándole si podés. A veces sí, a veces no. El manubrio, anchísimo, como para darse con todo. Hoy, solo un rato.
Llegaron en nada, los pelados afuera, esperando el timbre. Medio bañados, medio despiertos, con las jetas frías, pálidas. Con los trabajos hechos: el sistema solar, bolas de icopor girando, un fincho puesto en alambre y pintura chimba. Vos no llevaste el tuyo. Lo dejaste tirado. ¿Olvidado? No. Lo hiciste adrede, que se notara el abandono.
De nuevo, en el comedor quedó el 1.0, rojo, grandísimo. — Por irresponsable, culicagado —, escuchaste inmediatamente. — Solo tenés que estudiar, ni mierda más —. Ni un sonido, a los mayores no se les contesta.
Estás arriba, y lo mismo. Tu cuarto, el chiquero, donde ponés musiquita en inglés, así no entendás un culo. Sonaba, matando el vacío. Un libro gringo abierto, que apenas empezabas a leer, te perdías. — Le voy a subir —, el regaño vendría en tres, dos, uno... — Dejá tu escándalo —.
El silencio, pesado como acostumbra, duró poco. Luego, gritos. Hijueputazos colados por la rendija entre el piso y la puerta. — Pa ́ qué hablar así —. Vos en el escritorio, el de siempre, clarito, todo picho, el tuyo. Ahí estuvo el computador, hasta que lo dañaste cacharreando. Lo que tocás, lo rompés. Lo roto se cambia. Asus es bueno.
Inmamable el calor en esta pocilga. Las tejas de Zinc son más calientes. No salías a ningún lado. Nada. Apartado de todo. De los amigos, del colegio, de la vida. Todo quedaba demasiado lejos. Ya ni te importaba. Mejor quedarse quieto, que no te vieran, que nadie te hablara. — ¿Alistó el horario? — Cuidado con lo que hacés. No vas a dar de hablar, ¿para que después le llegue a tu cucha?
Y entonces apareció. Esa cosa. Una vaina rara, con círculos, con puntos, flotando por ahí. Se te metió en la cabeza, no salió más. No era una visión; era algo más pesado, más denso: una nube. Se te hospedó como esas canciones que descubrías, que tarareabas. Te quedaste mirándola, ella lo hacía de vuelta. Ninguno hizo nada. ¿Ya se conocían? Eso, hágase el güevón.
Continuaba ahí. Adonde vos ibas, te escoltaba. No te dejaba en paz. Cambiaba, se hacía distinta, como si ella misma no supiera qué quería ser, toma formas sin tener alguna. Cada vez se volvía más oscura. El olor a limpio del principio, ahora era hediondo, puro gris, olía a mierda, a desgracia. Vos ya no solamente la pillabas, la llevabas adentro. Se te pegó, no hay forma de soltarla.
Quisiste concentrarte en las tareas, era inútil. Lo que quedaba era esa vaina en tu cabeza. La habías dejado entrar, le diste confianza, y te tomó el brazo entero. Te llenaba los huecos, el vacío que ya estaba ahí, de nada, haciéndolos enormes. Estando quieto, se le siente menos, y ves gente batallar con ella.
Te preguntaste por qué dejaste que te atrapara. ¿Quién la había invitado a este desorden, para dejarte roto y arrepentido? Pocos se curan. — Todo es tu culpa. Nadie te exige, ni te presiona — Eso era peor. Te toca hacerlo solo, y preferís crisparte, como un gato paniqueado.
Más e indistintos días. Ibas al colegio, volvías a casa, los gritos, el ruido. — Mañana es diferente —, te repetías. Pura mentira. No ibas a hacer nada distinto. La vida era eso. No es más. No esperés rescate, esta fosa te pertenece.
Quedaste perdido en lo encarnado, lleno de lo que ya no estaba, desapareciendo, igual que todo lo demás. Con ese olorcito y más días como cualquier otro... Son las once de la mañana, y no te has parado. La nube te sirvió el desayuno, tragá.
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