UNIVALLE CIRCUS
Tayler dejó el pocillo de café en su escritorio. El aroma de su taza inundó el ambiente de su oficina. Abrió el correo por el cual tanto jolgorio le hicieron sus compañeros. En la pantalla aparecía: “Queremos felicitarte Tayler Guerrero por 75 años de servicio a la Universidad del Valle.”
Miró aquellas palabras con una mezcla de nostalgia, pensando en que el tiempo no perdona nada, que la vida es una baraja de naipes y que su baraja, con el pasar de los años, estaba perdiendo cartas importantes. No se sentía un hombre valeroso por ocupar aquel cargo por tantísimos años; más bien, la sensación que de su interior emergió fue de cobardía. Cobardía al no perseguir aquel sueño de recorrer el país en su bicicleta por considerar aquella proeza con muchos riesgos e incertidumbre. Prefirió la seguridad que le proporcionaba la silla de oficina reclinable, el computador, las tazas de café y los generosos beneficios que recibía por la labor.
Por la puerta de la oficina entró un muchacho. Lo saludó y este fue directo a realizar sus labores. Tayler lo miró, saboreando la sorpresa que tenía para él de la misma forma que saboreó su café. Le indicó sus labores para el día de hoy, él solo asintió y comenzó a realizarlas. Eso le molestó, la bilis se le subió hasta la garganta; quería insultarlo, pero no podía. Aquel muchacho, que era un estudiante inferior en la jerarquía, tuvo la osadía de decirle aquel día a Tayler que era un amilanado. Que si conocía la palabra vergüenza o si alguna vez se había puesto los pantalones como un hombre. Porque con el pasar de los meses aquel muchacho se dio cuenta de que Tayler era una farsa, que ocupaba aquel puesto no por mérito, sino porque con el pasar de los años era más fácil ascenderlo que despedirlo. Lo descubrió dando paseos por la universidad, mirando cada rincón de aquellos edificios, nostálgico por su juventud y por cómo estos edificios habían consumido su vida.
Tayler reconoció que aquel muchacho tenía gallardía, aplomo. Se sorprendió de que en esta época todavía existieran personas que dicen lo que piensan sin miedo a las consecuencias. Desde entonces, su trato con el muchacho se basaba en el saludo, las instrucciones del día y la despedida.
Ya entregándole los quehaceres al muchacho, Tayler salió de su oficina a buscar aire fresco. Caminó por los pasillos del edificio de ciencias, miró los grafitis de administración central, las llamativas figuras de la FAI. En eso gastó toda la tarde, buscando algo en aquellas cosas que le entregaran un poco de sosiego y terminaran con su existencia pesada, abultada, que no le permitía ver más allá de aquellos horizontes que le daba la universidad. Pero nada. Así que volvió a la oficina decidido a saldar la deuda pendiente con aquel muchacho.
Al entrar a la oficina, lo observó en silencio mientras él terminaba de marcar algunos papeles. Lo interrumpió llamándolo por su nombre y le dijo:
- Este es tu último día de trabajo, gracias por colaborarnos en este semestre, pero no podrás continuar con nosotros.
El muchacho lo miró fijamente, impasible. Comenzó a recoger sus cosas, pero antes de irse se volvió para mirar a Tayler y, alzando su brazo derecho, le mostró el dedo medio de su mano. Tayler quedó estupefacto, atónito, mientras observaba cómo abandonaba las oficinas. Esperaba sentirse mejor, pero solo confirmó sus palabras. Se hundió en su silla, miró el techo, luego el reloj llamó su atención, recordándole que debía tomar su pastilla para el corazón. Cerró los ojos un rato de nuevo para procesar todo lo que sentía. Pasaron varios minutos y Tayler siguió con los ojos cerrados; su corazón se cansó de esperar su medicación diaria y, poco a poco, dejó de latir. Poco a poco, Tayler fue consumido por la muerte en aquella oficina.
Años más tarde se escucha todavía el nombre de Tayler. Algunos lo han visto merodear por los pasillos, abrir el grifo de los baños en las noches y firmar recibos de cosas que nunca llegan. Al final, Tayler no solo es una persona, es una leyenda, es un malabarista de este circo perpetuo llamado Universidad del Valle.
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