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VIII concurso del cuento, DOS EXTRAÑOS

 DOS EXTRAÑOS


No recordaba cuánto me agradaba Luis. Hace un par de semanas que nos estamos texteando, removiendo los recuerdos de la adolescencia en el colegio Fernández Guerra, cuando sólo éramos dos muchachos reprimidos y desorientados. A través de la pantalla, evocamos los encuentros fugaces detrás de las canchas de fútbol: ocultos en la hierba alta nos entregábamos sin vergüenza al placer de nuestro secreto. Sin embargo, cada vez que volvíamos hacia los salones de clases, nuestras manos se repudiaban y nuestros ojos despreciaban el choque ocasional con los del otro.

Nos reprochamos el temor compartido de entonces y nos perdonamos nuestro pudor juvenil. Ahora, cerca de quince años después, añoramos encontrarnos en las calles, alejados de aquellos matorrales. Pero el miedo no ha desaparecido, ha evolucionado. Él recuerda mi espalda amplia, la suavidad de mi cabello negro, la ternura de mi piel, pero el tiempo es cruel y ahora sólo existe una barriga prominente, una tez áspera que obliga a apartar la mirada y unas entradas que se extienden hasta la mitad de mi cabeza. Con todo, mi patético orgullo me impulsó a reconstruirme. Le narré un cuerpo ajeno: unos brazos fuertes, unas facciones perfiladas, un cabello abundante, unas nalgas resistentes. Él correspondió al juego. Me hipnotizó con las descripciones de su apariencia, con el relato de su pecho llano, sus piernas firmes, su estatura intimidante. Embebidos el uno del otro, moríamos por saciar el desenfreno imaginado, así que acordamos encontrarnos dentro de dos semanas en el parque de Las Acacias.

Me despierto más temprano de lo habitual. Por fin es el día. La excitación es insoportable, mi mirada impaciente se lanza contra el reloj una y otra vez. Desde que pactamos nuestra cita me he entregado a cuidar mi cuerpo, así su decepción no será tan agobiante. Antes de salir le echo una última ojeada al sujeto del espejo y, sorprendido, descubro que mis hábitos han surtido efecto: me descubro con unos brazos fuertes, unas facciones más perfiladas, un crecimiento del cabello, una elevación de mis nalgas ¿Podrá ser posible? Me premio con una sonrisa triunfal y me dirijo al lugar acordado. Repito en mi mente las indicaciones: la banca del lado derecho detrás de la fuente central. Voy diez minutos retrasado, así que afano el paso. Mis axilas sudan con intensidad; culpa a la caminata apresurada cuando sé que el temor es el causante de la transpiración.

Al llegar a la banca, un hombre simplón está sentado en ella. Descanso sobre el otro extremo, sintiendo la mirada insistente de aquel sujeto. De soslayo atisbo algunas de sus facciones: barba intermitente y desordenada, hombros echados un poco hacia adelante provocando una joroba, ojos suplicantes pegados a una espantosa cara grasienta. El brillo sudoroso de su piel me obliga a apartar la vista hacia el piso ¿Dónde estará Luis? ¿Y si se retiró asustado al ver a este hombre? ¿Acaso este sujeto lo habrá observado con tanta persistencia que huyó por el acoso? En mi teléfono no hay ningún mensaje. Decido esperar a pesar de la insoportable compañía.

Ya ha pasado una hora, ni una señal de Luis. El hombre al lado se fue hace unos veinte minutos. En la soledad del parque me siento ridículo, así que decido esconder mi humillación en cuatro paredes.

Al llegar a mi habitación, un mensaje alumbra en la pantalla.

—¿Por qué no apareciste? Te estuve esperando en el banquillo.

—¿Por qué no apareciste tú? Te esperé en el sitio que acordamos casi una hora. Incluso tuve que aguantar la compañía de un hombre horrendo.

—Entonces había dos hombres feos en ese parque. Quizás nos equivocamos de banca y corrimos la misma suerte. Yo estuve más de una hora sentado al lado de un tipejo de lo más patético.

—Ja, ja, ja. ¿En serio?

—Sí, debiste haber visto su ropa. Llevaba una camisa azulada con un estampado de barquitos. Los pobres botones sufrían al intentar no explotar de tanto comprimir su asquerosa barriga.

La pantalla se apaga. En silencio camino hasta el baño a lavar mi rostro. Al levantar la mirada, el reflejo de aquel cuerpo ceñido a una camisa azul me quiebra en llanto.



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