Quinto Concurso de Cuento Corto: 153

 



 Uno, avanza; dos, avanza…

 

Grandes estructuras salvaguardaban del sol a cientos de personas. Hombres y mujeres vestidos elegantemente miraban una y otra vez su reloj en un vano intento de apresurar su caminar.

 

Cincuenta, avanza…

 

Mis piernas libraban una lucha diaria contra el tiempo, donde un viejo bastón resultaba ser mi única armadura. Cada día era más difícil recorrer los ciento cincuenta y tres pasos que necesitaba para vivir. En el camino, las afiladas piedras lastimaban mis pies desnudos, recordándome brevemente lo que era sentir.

 

La gente solía mirarme con lástima o repudio. Algunos me llamaban Moisés porque podía abrirme paso entre los ríos de personas que frecuentaban las calles del centro. Mi cara sucia y cortada parecía ser un mandato divino capaz alejar a todos.

 

Cien…

 

Al avanzar, los edificios perdían su imponencia dando paso a humildes casas entre calles de tierra; al final de una de ellas se alzaba un árbol de magos donde solía sentarme a la espera de un milagro. Alrededor, muchos niños solían correr con sus ropas empapadas en sudor. Ellos no sonreían, sus expresiones solo denotaban desolación.

 

Ciento treinta y ocho, ciento treinta y nueve… ¿Ciento treinta y nueve?

 

Cada día, desde hace veinticuatro años, me tomaba ciento cincuenta y tres pasos llegar hasta este árbol. Hoy el conteo había fallado. Mi mente se sintió intranquila y mi cuerpo tembló. Sin más, me desplomé junto al mango, intentando recuperar la calma.

 

El sol comenzaba a ocultarse entre los improvisados tejados, y al mismo tiempo, de La Calle del Olvido comenzaban a brotar sus trágicos hijos. Bombillos rojos se encendían uno a uno iluminando levemente los rostros de las mujeres que comenzaban a agolparse en las entradas de las casas, carros de todo tipo se acercaban y los niños nuevamente salían a ofrecer a los visitantes pequeños paquetes con algún polvo en su interior. La Calle del Olvido los había arrastrado a un peligroso porvenir a cambio de un plato de comida.

 

Dos niños salieron de una de las casas, sus escuálidas manos estaban unidas en un acto de fortaleza mutua, junto a ellos, una mujer hablaba con el conductor de una camioneta blanca. Centré mi atención en la escena y noté cómo el cuerpo del niño se tensaba, de repente su agarre se volvió tan fuerte que la niña trastabilló.

 

En ese instante, el súbito dolor de su recuerdo me castigó.

—Papi, ¿podemos bajar mangos cuando acabemos de trabajar? —preguntó la niña mientras corría por la acera.

—Podemos ir en la tarde.

 

Entre las nubes se empezaban a asomar los primeros rayos de sol. Había sido una noche movida, sin embargo, pronto descansaríamos.

 

Me dispuse a revisar cuántas bolsitas faltaban por vender, cuando su voz rompió el silencio matutino.

 

—¡Papá!

 

Busqué a mi niña con la mirada y la encontré luchando por soltarse del agarre de un hombre. Corrí tras ella, hasta que sentí el primer golpe con el que caí de rodillas. Dos hombres estaban ante mí, burlándose de la situación.

 

—¡Esto te va a enseñar a pagar tus deudas! —exclamó uno de ellos.

 

Me patearon y con un cuchillo cortaron mi cara. Quedé tendido en el suelo, en una tétrica combinación de sangre, lágrimas y pequeñas bolsitas blancas. Supliqué a Dios que me dejara morir en ese instante, pero no hubo piedad.

 

Han pasado veinticuatro años y aún espero su regreso.

 

El hombre le lanzó un fajo de billetes a la mujer, esta los tomó e instantáneamente se marchó. Ahora, el sujeto pretendía subir en el auto a la niña, sin embargo, el pequeño a su lado lo impidió.

 

En mi cabeza se reproducían una y otra vez sus palabras.

 

—¡Papi, ayúdame!

 

Me levanté tan rápido como pude y corrí, todo me dolía, pero en mi mente solo estaba ella.

 

Me abalancé contra el hombre y la niña se liberó del agarre.

 

—¡Nunca miren atrás, solo corran sin parar! —grité mientras forcejeaba.

 

Un disparo resonó en medio de la noche y la sangre comenzó a brotar de mi pecho. Luces comenzaron a rodearme, y la vi, allí estaba ella tendiéndome su mano. Caminamos juntos y solo bastaron catorce pasos más para dejar de estar perdido en La Calle del Olvido.


 

Escrito por SG.

 

 

 

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