Grandes estructuras salvaguardaban
del sol a cientos de personas. Hombres y mujeres vestidos elegantemente miraban
una y otra vez su reloj en un vano intento de apresurar su caminar.
Cincuenta,
avanza…
Mis piernas libraban una lucha
diaria contra el tiempo, donde un viejo bastón resultaba ser mi única armadura.
Cada día era más difícil recorrer los ciento cincuenta y tres pasos que
necesitaba para vivir. En el camino, las afiladas piedras lastimaban mis pies
desnudos, recordándome brevemente lo que era sentir.
La gente solía mirarme con lástima o
repudio. Algunos me llamaban Moisés porque podía abrirme paso entre los ríos de
personas que frecuentaban las calles del centro. Mi cara sucia y cortada
parecía ser un mandato divino capaz alejar a todos.
Cien…
Al avanzar, los edificios perdían su
imponencia dando paso a humildes casas entre calles de tierra; al final de una
de ellas se alzaba un árbol de magos donde solía sentarme a la espera de un
milagro. Alrededor, muchos niños solían correr con sus ropas empapadas en
sudor. Ellos no sonreían, sus expresiones solo denotaban desolación.
Ciento
treinta y ocho, ciento treinta y nueve… ¿Ciento treinta y nueve?
Cada día, desde hace veinticuatro
años, me tomaba ciento cincuenta y tres pasos llegar hasta este árbol. Hoy el
conteo había fallado. Mi mente se sintió intranquila y mi cuerpo tembló. Sin
más, me desplomé junto al mango, intentando recuperar la calma.
El sol comenzaba a ocultarse entre
los improvisados tejados, y al mismo tiempo, de La Calle del Olvido comenzaban
a brotar sus trágicos hijos. Bombillos rojos se encendían uno a uno iluminando
levemente los rostros de las mujeres que comenzaban a agolparse en las entradas
de las casas, carros de todo tipo se acercaban y los niños nuevamente salían a
ofrecer a los visitantes pequeños paquetes con algún polvo en su interior. La
Calle del Olvido los había arrastrado a un peligroso porvenir a cambio de un
plato de comida.
Dos niños salieron de una de las
casas, sus escuálidas manos estaban unidas en un acto de fortaleza mutua, junto
a ellos, una mujer hablaba con el conductor de una camioneta blanca. Centré mi
atención en la escena y noté cómo el cuerpo del niño se tensaba, de repente su
agarre se volvió tan fuerte que la niña trastabilló.
En ese instante, el súbito dolor de
su recuerdo me castigó.
—Papi, ¿podemos bajar mangos cuando
acabemos de trabajar? —preguntó la niña mientras corría por la acera.
—Podemos
ir en la tarde.
Entre las nubes se empezaban a asomar los primeros rayos de
sol. Había sido una noche movida, sin embargo, pronto descansaríamos.
Me dispuse a revisar cuántas bolsitas faltaban por vender,
cuando su voz rompió el silencio matutino.
—¡Papá!
Busqué a mi niña con la mirada y la encontré luchando por
soltarse del agarre de un hombre. Corrí tras ella, hasta que sentí el primer
golpe con el que caí de rodillas. Dos hombres estaban ante mí, burlándose de la
situación.
—¡Esto
te va a enseñar a pagar tus deudas! —exclamó uno de ellos.
Me patearon y con un cuchillo cortaron mi cara. Quedé
tendido en el suelo, en una tétrica combinación de sangre, lágrimas y pequeñas
bolsitas blancas. Supliqué a Dios que me dejara morir en ese instante, pero no
hubo piedad.
Han
pasado veinticuatro años y aún espero su regreso.
El hombre le lanzó un fajo de
billetes a la mujer, esta los tomó e instantáneamente se marchó. Ahora, el
sujeto pretendía subir en el auto a la niña, sin embargo, el pequeño a su lado
lo impidió.
En mi cabeza se reproducían una y
otra vez sus palabras.
—¡Papi,
ayúdame!
Me levanté tan rápido como pude y
corrí, todo me dolía, pero en mi mente solo estaba ella.
Me abalancé contra el hombre y la
niña se liberó del agarre.
—¡Nunca miren atrás, solo corran sin
parar! —grité mientras forcejeaba.
Un disparo resonó en medio de la
noche y la sangre comenzó a brotar de mi pecho. Luces comenzaron a rodearme, y
la vi, allí estaba ella tendiéndome su mano. Caminamos juntos y solo bastaron
catorce pasos más para dejar de estar perdido en La Calle del Olvido.
Escrito por SG.
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