Era uno
de esos extraños lunes donde el sol mañanero se colaba entre las rendijas de
las ventanas y sin embargo hacía un frío espectral. La mujer despertaba de un
profundo sueño; lo sabía porque no recordaba nada. Dos mantas tejidas color
ocre que había heredado de la madre y el blanco edredón matrimonial, cubrían su
temblorosa desnudez. Se preguntó una y otra vez sobre la ineficacia del sol
para producir el calor veraniego de julio. Dejó de gustarle el mes que la vio nacer,
desde aquella tarde en que perdió a muchos de los suyos, luego de que
contrajeran la peste del siglo. Al ver sus pálidas manos iluminadas por una
estrella lejana, flemática e incompetente, presintió que sería el instante
temporal que la vería morir. Con su cuerpo y cabeza erguidos, el alba la
recibió con el reflejo de su caucásico rostro, y a su lado, la tez trigueña de
su esposo, quien sollozaba sentado al borde de la cama sin apartar la vista del
frente. No pudo decirle nada. Los ojos inyectados y sus pronunciados surcos,
señalaban eternas noches sumido en la tristeza.
Se
levantó como de costumbre, fue al baño y se cepilló los dientes. Se sentía
ligera, incorpórea, mientras el agua bañaba sus infortunios. Caminó hacia al
trabajo sin notar cambios abruptos, a excepción de la falta de funcionarios
públicos en la oficina. – Seguro es por la peste- se dijo, tanteando la
superficie de su rostro para acomodarse la mascarilla. En medio de lagunas
mentales, recordó que hace algunos días también ella estuvo enferma. Aunque no
alcanzó a lucir las azuladas batas hospitalarias, tuvo una tos que le
desgarraba el pecho. Febril y agotada, le parecía haber olvidado una parte
importante de su existencia.
El
retorno al hogar se sentía ajeno, atípico, hasta que vio al esposo lustrar los
zapatos negros de charol que le gustaban tanto. Pensó en la tarde en que
osadamente le dijo -¡que bueno verte así, elegante, distinguido!-. El heredero
de indígenas milenarios, cabello cano y ojos tristes, vestía una camisa azul
claro de mangas largas y un pantalón de dril oscuro. Tenía un optimismo
inquebrantable, sólo roto hasta la afligida mañana de ese día en que lo observó
llorar. Se posó frente a él, pero él no pudo verla. Le habló de amores,
recuerdos y halagos; por si acaso, también de odios y miedos que se mantuvieron
sordos. No fueron las numerosas personas que no correspondieron a su saludo, ni
el aciago llanto de su primera hija en los brazos de otra madre, fue su esposo
y el cambio en sus hábitos rutinarios, suaves, diplomáticos y comunicativos,
tesón propio de un libriano, lo que la hizo percatarse de su mortal destino. Se
sintió cansada, había perdido la energía de líder sindical que con tanto ahínco
ejerció durante las últimas protestas de los pueblos enojados pero desbordantes
de dignidad.
¿Cómo es
que había olvidado el momento exacto del término de su existencia? La muerte. A
la muerte, todos la lloran. La lloran los esposos que escriben mensajes de
despedida mientras se limpian las lágrimas, buscando un descanso para el alma,
un instante catártico. Todos lloran, y no nos alcanzamos a imaginar los
invisibles lazos con los cuales las personas están unidas. Humanamente, algunos
de nosotros nos desconectamos del mundo, ensimismados, con las puertas cerradas
al corazón del otro. Empero, aún experimentamos el llanto compartido,
el dolor compartido, incluso mediante inventos que antes nos distanciaban, pero que hoy se convirtieron en
el único portal al encuentro. A pesar del conocimiento ineludible de la
fatalidad de la muerte, nunca estamos preparados para el instante exacto en que
nos desconectamos de lo terrenal. Ella no lo recordaba. No recordaba el paso de
las memorias de su vida ante sus ojos, como le dijeron en el cine que se
presentaría su último suspiro. No recordaba tampoco haber usado aquella bata
azul que lució por última vez, ni las palabras dichas a su hijo antes de que la
condujeran a otro tiempo. Cayó en un sueño profundo, un eterno letargo,
desconectada de un cuerpo que dejó de funcionar a lo largo de los días.
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