Quinto Concurso de Cuento Corto: Despedidas de Julio

 


 

 Por: Nausicaä 

 

Era uno de esos extraños lunes donde el sol mañanero se colaba entre las rendijas de las ventanas y sin embargo hacía un frío espectral. La mujer despertaba de un profundo sueño; lo sabía porque no recordaba nada. Dos mantas tejidas color ocre que había heredado de la madre y el blanco edredón matrimonial, cubrían su temblorosa desnudez. Se preguntó una y otra vez sobre la ineficacia del sol para producir el calor veraniego de julio. Dejó de gustarle el mes que la vio nacer, desde aquella tarde en que perdió a muchos de los suyos, luego de que contrajeran la peste del siglo. Al ver sus pálidas manos iluminadas por una estrella lejana, flemática e incompetente, presintió que sería el instante temporal que la vería morir. Con su cuerpo y cabeza erguidos, el alba la recibió con el reflejo de su caucásico rostro, y a su lado, la tez trigueña de su esposo, quien sollozaba sentado al borde de la cama sin apartar la vista del frente. No pudo decirle nada. Los ojos inyectados y sus pronunciados surcos, señalaban eternas noches sumido en la tristeza.

 

Se levantó como de costumbre, fue al baño y se cepilló los dientes. Se sentía ligera, incorpórea, mientras el agua bañaba sus infortunios. Caminó hacia al trabajo sin notar cambios abruptos, a excepción de la falta de funcionarios públicos en la oficina. – Seguro es por la peste- se dijo, tanteando la superficie de su rostro para acomodarse la mascarilla. En medio de lagunas mentales, recordó que hace algunos días también ella estuvo enferma. Aunque no alcanzó a lucir las azuladas batas hospitalarias, tuvo una tos que le desgarraba el pecho. Febril y agotada, le parecía haber olvidado una parte importante de su existencia.

 

El retorno al hogar se sentía ajeno, atípico, hasta que vio al esposo lustrar los zapatos negros de charol que le gustaban tanto. Pensó en la tarde en que osadamente le dijo -¡que bueno verte así, elegante, distinguido!-. El heredero de indígenas milenarios, cabello cano y ojos tristes, vestía una camisa azul claro de mangas largas y un pantalón de dril oscuro. Tenía un optimismo inquebrantable, sólo roto hasta la afligida mañana de ese día en que lo observó llorar. Se posó frente a él, pero él no pudo verla. Le habló de amores, recuerdos y halagos; por si acaso, también de odios y miedos que se mantuvieron sordos. No fueron las numerosas personas que no correspondieron a su saludo, ni el aciago llanto de su primera hija en los brazos de otra madre, fue su esposo y el cambio en sus hábitos rutinarios, suaves, diplomáticos y comunicativos, tesón propio de un libriano, lo que la hizo percatarse de su mortal destino. Se sintió cansada, había perdido la energía de líder sindical que con tanto ahínco ejerció durante las últimas protestas de los pueblos enojados pero desbordantes de dignidad.

 

¿Cómo es que había olvidado el momento exacto del término de su existencia? La muerte. A la muerte, todos la lloran. La lloran los esposos que escriben mensajes de despedida mientras se limpian las lágrimas, buscando un descanso para el alma, un instante catártico. Todos lloran, y no nos alcanzamos a imaginar los invisibles lazos con los cuales las personas están unidas. Humanamente, algunos de nosotros nos desconectamos del mundo, ensimismados, con las puertas cerradas al corazón del otro. Empero, aún experimentamos el llanto compartido, el dolor compartido, incluso mediante inventos que antes nos  distanciaban, pero que hoy se convirtieron en el único portal al encuentro. A pesar del conocimiento ineludible de la fatalidad de la muerte, nunca estamos preparados para el instante exacto en que nos desconectamos de lo terrenal. Ella no lo recordaba. No recordaba el paso de las memorias de su vida ante sus ojos, como le dijeron en el cine que se presentaría su último suspiro. No recordaba tampoco haber usado aquella bata azul que lució por última vez, ni las palabras dichas a su hijo antes de que la condujeran a otro tiempo. Cayó en un sueño profundo, un eterno letargo, desconectada de un cuerpo que dejó de funcionar a lo largo de los días.



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