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Quinto Concurso de Cuento Corto :El viaje




Durante todo el tiempo que permanecí fuera del país que nací y crecí (Colombia), pude observar como llegaban los primeros síntomas de la mísera vejez, pero miento si digo que los vi en primer lugar, que va. Eso se sintió. Llega una mañana, tan similar a la que trae la rutina en la que todos convivimos. Aunque el día, la cama, la habitación, el aire y el mundo, sean iguales como los habíamos dejado la noche anterior, nuestro cuerpo y espíritu ya no lo son. Desde ese instante nos volvemos un relato kafkiano: despertamos siendo algo que nunca fuimos; nos dirigimos a un castillo, a un deber, afirmo que el de morirnos, al que nunca sabemos cuándo llegaremos; nos juzgan y nos adentramos en un proceso por el que no entendemos nada, pues no somos culpable de nada, «sólo existir». (Écheles la culpa a los irresponsables de mis papás, esos vagos inconsistentes no miden sus actos, así como no lo hicieron los tuyos). ¿Y que le venía diciendo, perdón? Ah sí… cuando llegué a ese punto de mi vía, me di cuenta de que era tiempo de volver al platanal y pasar mi vejez ahí, morir donde me tuvo mi mamá, ahora siendo un extraño.


Sin embargo, aquellos treinta años que estuve fuera de esa finca dejaron muchos objetos que se anclaron en mí, pues como saben la memoria tiene vida propia y hace lo que le da la gana con los recuerdos, siendo estos: novelas, discos, fotografías y pintura, que eran mandadas a hacer gracias a los inventos del siglo XXI que crean replicas exactas de cuadros del Greco, Caravvagio, Dürer, Hans Holbein… El caso es que todas esas pilas de cosas, los recuerdos de mi vida, «yo», los enviaba a una casa que a duras penas había visto en fotos y que adquirí por la muerte de un viejo conocido: el lugar donde pasaría lo poco que me faltaba porque lo que tenía que decir ya lo dije hace mucho.


El momento del tal regreso a casa llegó.  Únicamente portaba conmigo lo que llevaba puesto y mis documentos, la maleta la estaba empacando hace treinta años y sólo faltaba que el dueño las recogiera. ¿Pueden creer que, en ese viaje, (malditos viajes en avión, cansado estoy de ellos,) tuve la espléndida idea de recordar treinta,  sí,  treinta malditos años de existencia? ¡Vaya imbécil que fui! Me tomo dos horas, dos cochinas horitas, de doce que toma el vuelo, en revivir momentos, eso sí de manera vaga, todo lo que mi memoria me quiso brindar: algunos amantes,     uno que otro día       de insoportable enfermedad, unos cuantos amigos y una vieja imagen de mi reflejo en el espejo, siendo aún era joven.


Estando ya en mi destino me di cuenta de que esa tal ciudad que había dejado hace años atrás no era, ni que el idioma lo era. Soy ahora un extranjero, un extraño del lugar que supuestamente provenía.  Llegué a sentirme triste, incluso pensé en el error de haber regresado al dizque a mi país, mi patria. Sin embargo, lea pues, al momento de llegar a la de mi difunto amigo, ahora mía, todo cambió.  Anteriormente conseguí que alguien me acomodara todo mi equipaje, pues soy perezoso y además estoy viejo ¿recuerdas?


Abrí la puerta, me giré para cerrarla sin haber mirado aún hacia adentro. Cuando observé el interior, quedé deslumbrado: todas esas pinturas, los lomos de los libros, las fotografías esparcidas por las paredes, los discos mudos, pero sonando en mi cabeza. Recordé, como si en algún pequeño momento lo hubiera sido, quien soy y porque me había convertido en lo que soy.



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