J.A. Yavari
“No sé a
quiénes vayan a alcanzar estas palabras, pero me veo en la patética necesidad
de exteriorizar lo que están a punto de leer.”.
Así empezó Frank su carta, escribiendo con el apuro
que solo la frustración puede otorgar; frustración que iba en aumento porque
estas primeras palabras lo hacían ver como una víctima… ¡Y lo era! Pero no
quería dar lástima.
“Llevo
meses tratando de darle fin a mi vida, pero ni eso consigo. No entiendo por qué
una deidad suprema –si es que existe- le otorga una clase de inmortalidad a un
ser que los demás miran con asco. ¿Es, acaso, sufrir el fin de las cucarachas
en la tierra? Es esa la realidad que asumo. Vivo errante, evitando a los de mi
especie para no procrearme. Es absurdo traer seres a este mundo para que
padezcan los tormentos que trae consigo ser una cucaracha: los más grandes
intentan matarte y los más pequeños huyen de ti.”.
El año que Frank había vivido hasta ese entonces le
fue suficiente para darse cuenta de que en la tierra ya todo estaba dicho y
hecho. La belleza ya era algo y lo feo otra cosa que le guardaba una distancia
abismal. ¿Iba a poder, un exiguo y despreciado bicho, cambiar las concepciones
que se habían gestado y arraigado durante muchos años? ¿Iba a poder aguantar otro
año de nefasto nomadismo, miradas de asco y ataques? Él ya estaba decidido. El
mundo no lo necesitaba. El mundo no lo quería.
Decidió,
entonces, que el siguiente ataque que recibiría sería el último.
“Escribir
esta carta no tiene sentido alguno, al igual que mi existencia. Ni siquiera mi
muerte, la cual está muy próxima, la posee. Vivimos en un eterno bucle del cual
se necesita mucho valor para salir porque, una vez fuera, no se puede volver.
¿Vivir es para valientes? No doy ni mierda por esa frase de cajón. Tener el
valor para acabar con la vida de uno es admirable. Cometer ese acto no tiene
nada que ver con la tristeza. Hacerlo es el reflejo de haber
asumido la realidad y las verdades que esta trae consigo. Hoy digo adiós.”.
Era martes, día en el que el camión de la basura
pasaba por el barrio. Frank había estado vigilando durante la última semana a
una familia que, sin falta, sacaba la basura los días correspondidos. Su plan
era sencillo: de manera sigilosa se adentraría en la casa minutos antes de la
hora en la que pasa el camión; se ubicaría en la parte superior del cesto de
desechos y, cuando un miembro de la familia se atreviera a destaparlo, Frank
saldría volando hacia este, provocándole un susto. La persona no tendría más
opción que matarlo.
“La verdad
es nociva, lo bello es feo, el conocimiento es condena y la muerte es libertad.
No sé a quiénes vayan a alcanzar estas palabras y sé que no son necesarias. Me
despido feliz, sabiendo que lo bello, para mí, se representa con la suela de un
zapato o con un potente insecticida,
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