Todo empezó un día del
que no me acuerdo, en una época que no me interesa recordar. Sin ánimo de nada,
desperté en mi cama mal tendida, curtida y maltratada; en un espacio que no se
sabía si era una habitación, un depósito o a lo que le llaman de forma despectiva
“un apartucho”, en fin, el punto es que el lugar era feo y yo vivía ahí. Tenía
un mensaje en el celular y una llamada perdida con un mensaje para ofrecerme
huevadas, por lo que pensé que esa llamada, era fijo para cobrarme los 6 meses
de arriendo que debía de mi apartucho o de cualquier otra deuda más anotada en
mi extensa lista.
Me puse a pensar viendo
el techo sucio de mi cuarto, que mi vida no siempre fue tan desdichada, sin
sentido o sin rumbo, y que no siempre he sido este guiñapo maloliente y sin
esperanza; retornando a una época donde todo tenía orden, sueños, esencia o
como yo hubiera dicho en esa época de locura y alegría, bajando de la luna en
mi unicornio con un pedazo de queso lunar; la vida tiene aroma.
¡Si, como lo están
leyendo, imaginando y saboreando!; yo era un loco, porque la vida era algo que
sentía, que apreciaba y que podía oler en cada segundo de mi existencia,
desprendido del día a día y enfocado en crear sueños, lograr metas e imposibles
como: curar el cáncer, ganar el premio nobel, tener una nave espacial y un
unicornio volador, haciendo culpable y participe de esa dorada época a mi
madre, que con su incansable lucha, dedicación, trasnochos y trabajo duro formó
un universo a mi alrededor, que hasta el día de hoy para mí fue el paraíso.
No voy a profundizar y
ahondar en lo increíble de este ángel de luz que fue mi madre, sino más bien,
como toda esa locura, deseos de conquistar el mundo y esa sensación que tenía
en mi nariz que me provocaba ese aroma único, que se terminó en una sala de
urgencias con una frase corto punzante que se clavó en mi corazón, mente y
tripas; y con esta crueldad, matando el unicornio, vinagrando el queso y
bajándome del podio del premio nobel, al escuchar esta maldita frase: “Hijo
tengo cáncer”. Desde ahí ¡sin más! empezó mi caída hasta esta pocilga de
desesperación y vida sin sentido, como si esa frase hubiera sido un ariete que
separo mi ser en dos, llevándose lo que fui y dejando lo que soy.
El cáncer de mi madre
avanzó rápido y después de un te amo hijo, una última caricia y una lágrima en
los ojos se desvaneció entre mis manos, dejándome solo contra un mundo que ya no
tenía el aroma habitual y sin la fuerza necesaria para lograr lo imposible.
Después de remover tanto en mis recuerdos, volví a mi presente pensando en mi
extensa lista de deudas y en lo que iba a desayunar, lentejas vencidas o
crispetas que tenía hechas hace dos días; en ese mismo instante, sonó de nuevo
mi celular ¡haciéndome olvidar del manjar que me daría! Pude recordar que era el
mismo número de la llamada perdida y al contestar escuché la voz de mi madre
diciendo: “¡Despiértate hijo!”, haciéndome salir un llanto incontrolable y
sentir ese aroma que había perdido hace mucho tiempo.
Desperté y al abrir mis
ojos estaba en un cuarto de hospital con mi madre mirándome junto a toda mi
familia con una euforia, como si un muerto hubiera vuelto a la vida, y un
letrero que decía bienvenido del coma. Después de quitarme todos los aparatos
que me tenían con vida, mi madre se acercó a mí y me dice: “¡por fin saliste de
esta larga pesadilla!”, lo que me hizo entender y concluir que el aroma que
sentía era el perfume que mi madre había usado durante mis 5 años en coma y que
había dejado de sentir cuando estuve a punto de perder la vida, y que la
llamada que me despertó fue el último grito de desesperación de mi madre.
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