Cuando
Caperucita entró a la casa de su abuela y la miró a los ojos, sin hacer
siquiera el mínimo gesto de extrañeza, comenzó a acercarse sonriente para poner
en su regazo el cesto de manzanas. En ese momento entró de golpe el cazador y
le dijo – no te muevas niña, quien está ahí es en realidad el lobo. Ella no le
prestó atención, pues sabía que la vida solitaria de aquel hombre hacía que con
frecuencia delirara. Caperucita continuó. Estaba a solo 3 pasos de las feroces
garras cuando la aguda voz de su madre retumbó desde la ventana – Detente,
hija, detente, mira su cara, es una bestia. Caperucita vaciló en poner un píe
delante, pero consideró que tal vez la enfermedad de la abuela había
desfigurado su débil rostro – Pobrecita, seguro lleva días sin dormir –
respondió mientras levantaba el otro píe. De repente, se oyó un grupo de
aldeanos que con zozobra gritaban junto a la madre y al cazador, abalanzados
todos sobre la puerta y las ventanas. Sin embargo, Caperucita al estar tan cerca
de la cama solo saboreaba la dicha de haber cumplido su misión. Justo cuando
los músculos de su mano se tensaban para levantar el cesto de manzanas, el
lector del cuento saltó en escena, se paró frente a Caperucita y puso ante sus
ojos el pasaje en donde el lobo se comía a la anciana y luego se disfrazaba con
el fin de llevar a su nieta al mismo destino – Pero qué sucede con ustedes–
protestó Caperucita mientras apartó al lector y despejó el camino entre ella y
el lobo – acaso creen que no me sé sus malos cuentos.
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