Si
alguien hubiera dirigido su mirada por encima de los ladrillos de la pared del
garaje hubiera visto su cabeza suspendida de la soga. Pero nadie alzó la vista.
Esta abertura daba al garaje de la casa, que había sido alquilado como bodega.
Y desde allí abajo nadie se fijó en ese intersticio entre la última hilera de
ladrillos y el techo.
El hombre
había llegado a la región unos meses atrás, y habitaba un pequeño cuarto en una
residencia familiar. Aquel, había sido el único lugar que encontró disponible,
y en el que permaneció varios meses aun cuando el agua se filtraba en invierno,
y el viento arreciaba ferozmente. Aun cuando escuchaba el batir acelerado de
las tejas de zinc y el casqueteo de siniestros caballos que deambulaban más
allá de la media noche.
El hombre
rara vez recorría los senderos del pequeño lugar. A su paso los lugareños le
seguían hasta que desaparecía de su alcance. Algunas veces veía cruzar la
gente, y escuchaba cada tanto el ruidoso sonido de las fiestas. No había
recibido visita alguna en la lóbrega habitación desde su llegada. Había ido,
eso sí, una que otra vez al pueblo. Al principio, muy seguido, pero los últimos
días era raro verlo por allí. Cuando lo hacía, una vez en el lugar, deambulaba
por las calles, se sentaba largos períodos bajo la sombra de algún árbol donde
procuraba mimetizarse con el paisaje, o, al menos, que su presencia fuese menos
extraña. Pero, ese deseo se malograba cuando de improviso se levantaba y se
dirigía por una de las calles como si le urgiera llegar a tiempo a algún lugar.
Caminaba hasta el edificio donde llegaban los autobuses y las chivas con
pasajeros que venían desde todas las provincias. Esperaba allí a la mujer de
dorada piel y de una vasta sonrisa, y encontraba a otras mujeres de colores menos
vivos que también vibraban; pero, no obstante, las presentía allá lejos, muy
lejos. Así que ante la persistente ausencia de su amada volvía a la calle con
un centímetro menos a como había entrado en el recinto un momento atrás. Y, de
pronto, el día se nublaba mientras se dirigía hasta su residencia mascullando
las palabras de su amada: "cariño, un día llegaré". Y la esperaba
siempre. La veía llegar a pesar de que desde el mismo instante que escuchó tal
declaración había presentido lo peor y se había obligado a no pensar en ello.
Tiempo
atrás, en un acto de valentía, se atrevió a escribirle a la joven por quien
sentía algo más que admiración o respeto, era un sentimiento que exigía mucho
más de sí. A partir de ahí se sucedieron mensajes muy alentadores para su
solitaria vida. Y, luego, nada. Las palabras de la mujer se escurrieron bajo un
manto de indiferencia. Sin embargo, el hombre dedicó cada uno de sus minutos a
esperar que aquella promesa asegurada por la mujer se hiciera efectiva. La
misma, que recordaba la tarde lluviosa en que apiló sobre la cama una caja
sobre otra hasta alcanzar el lugar propicio, muy cerca a una resistente viga
que abrazó con el lazo.
Fleurs
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