(C.C)
Era de
mañana, la nieve caía y mi cuerpo gélido estaba agotado. Levanté la cabeza para
ver mejor el lugar. Me encontré recostada en la banca de un parque, vestida con
una camisa y un pantalón azul de algodón, rodeada por árboles secos, asientos
vacíos y algunos juegos; todo cubierto de nieve. Intenté levantarme de la
silla. Tal vez, al caminar, entraría en calor, pero no supe cómo hacerlo; lo
había olvidado. Miré mi al rededor desesperada. Quería gritar, pedir socorro;
no tenía sentido, tampoco recordaba hablar. La idea de que sólo mi cabeza
pudiera moverse me enloquecía. Me hallaba presa de mí misma. Mi pecho ardía.
¿Qué podría hacer? ¿Estaba bajo el efecto de alguna droga o, tal vez, soñando?
Y sí, desperté.
Los rayos
del sol entraban por mi ventana, no entendía por qué en el sueño había sentido
tanto frío. Pude levantarme, aunque con cierto cansancio. Lo recordaba todo: mi
nombre, dónde me encontraba y cómo moverme. El dolor en el pecho desapareció.
Vivía en
un cuarto de estudiante, así que todo estaba a mi alcance. Me levanté para
empezar mi día con una buena ducha, tranquila al saber que todo había sido un
sueño del que sólo necesitaba despertar. Cumplí con mi rutina matutina.
Lista
para ir a clases, abrí la puerta de mi cuarto. En el pasillo, noté que no era
la universidad. Un letrero grande decía Hospital
Psiquiátrico Buen Despertar. Turbada, miré a mi alrededor. El ambiente era
mustio. Ni siquiera las plantas del lugar emanaban un verde natural, sino un
color bayo, como los rostros de los internos. Ellos caminaban con mirada queda,
el brillo de sus pupilas eran sombras que decaían con cada paso. La vida
parecía ser una tercera persona con la que decidieron pelear y nunca más
reconciliarse.
Mi estadía debía ser un malentendido. Se lo comenté a uno de los enfermeros, le dije que necesitaba llamar a mis familiares para que vinieran a aclarar este asunto. Necesitaba volver a la universidad. Le pregunté por qué mi habitación era igual al cuarto en el que desperté. Él me miró desinteresado. “Tranquila, aquí nos encargamos de que cada paciente se sienta como en casa. Dame un momento”, dijo. Me hizo esperar mientras se reunía con unas enfermeras a quienes se le notaba el tedio de estar ahí. Mientras tanto, yo observaba el lugar. Cada mirada que dirigía le restaba energía a mi vida.
Después
de revisar unos documentos, me hicieron acompañarlos a una habitación. El olor
que emanaba era similar al de la morgue. Una vez adentro, mi cuerpo se heló por
el fuerte aire acondicionado. Había gabinetes sucios con implementos médicos y
ropa azul. En el centro, una camilla amplia en forma de cruz; cada punta tenía
un dispositivo metálico de fijación y, al lado de la cabecera, un aparato para
electrochoque. Las enfermeras me pidieron que me recostara. “Todo estará bien,
señorita Verónica”, dijo una de ellas. Rehusé, no tenía por qué estar ahí.
Empecé a forcejear y a exigir mis derechos. Llegaron dos hombres que me
agarraron con fuerza, uno de cada lado. Sentí un chuzón en mi brazo izquierdo y
la sensación de que me desnudaban.
De nuevo,
estaba gélida. Mi corazón empezó a arder y caí en la misma silla del parque,
con la misma ropa, sin la capacidad de moverme al no recordar cómo hacerlo. El
día estaba avanzado pues la nieve se había derretido un poco. Un sueño profundo
se apoderó de mí.
Sentí que
dormí por mucho tiempo. Cuando desperté estaba sudando frío y mi pecho aún
ardía. Me levanté deprisa a pesar de tener el cuerpo débil. Miré minuciosamente
el lugar: era mi cuarto.
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!