Miles de
veces gritan, hablan entre cortado, se desesperan, incluso en momentos sienten
que les falta el aire… nadie entiende lo que imploran; en este caso solo él y
la intención de su conciencia. Es así como describe Bartolomé Arizala, miembro
de una asociación religiosa, lo que muchos sienten; esta vez desde las entrañas
de una comunidad en lo alto de una montaña; donde busca desesperadamente
comunicarse con ellos, pues están a punto de ofrecerlo, según él como
sacrificio a la tierra, por llegar a la intimidad de su espacio. En el terror
que experimenta, percibe cómo estas personas rinden culto alrededor de lo que
considera su muerte, pues hay frío, ruido y un olor fuerte, que nublan su
entendimiento.
Bartolomé
está en el centro del patio, atado de manos y pies a una pilastra, siente que
es despojado de todos sus harapos junto con los 4.500 pesos que le habían
ofrendado en el pueblo, pero recuerda como con su misión evangelizadora ha
ayudado a construir soluciones; aunque piensa que esta vez no tiene salida y su
hora está cerca. Siente como bailan y cantan a su alrededor, mas no es capaz de
interpretar el lenguaje, puesto que no entiende lo que dicen, solo interpreta
la corporalidad de aquellos que gritan y saltan.
Lo que
acontece lo incita a meditar por un par de segundos en la lógica, el cuerpo y
los significados; cosa que lo convence de su capacidad para crear símbolos más
allá de lo audible e imaginable, sin importar que cualquier acción puede
significar su muerte, para eso se vale de sus recuerdos y de la memoria de sus
músculos. Así, da rienda suelta a lo que alcanza a mover de su cuerpo al
expresar la incertidumbre de lo desconocido, la fragilidad de la vida y la
necesidad de seguir respirando. La sincronía de sus movimientos no cede, llama
la atención de todos, al punto que el alboroto del festejo se detiene.
Bartolomé con sus ojos cerrados ya casi no escucha ruido, ni murmullo, más allá
del sonido de las contracturas de sus músculos mezclados con el chasquido de
sus articulaciones.
Pasa el
tiempo y todos están atónitos, menos Bartolomé que se desploma en medio de
movimientos involuntarios, producto de los calambres, que también le provocan
un dolor incesante en su cuerpo, que marca el punto final del espectáculo; y a
pesar de la desesperación de su sufrimiento piensa que debe de prepararse para
lo que temía, su muerte. Pero de golpe siente un silencio que le desencadena un
impulso a incorporarse otra vez en su cuerpo, al hacerlo imagina que es
desatado, que está libre, además, según él pareciera que todos están atentos a cada respiro y movimiento que realiza… Esto le da
ánimos, alivia parte de su dolencia, al sentir que logró mostrar no ser digno
de sacrificio para la tierra.
Ha
aclarado y Bartolomé se pregunta la razón por la que le perdonaron la vida. Ya
ha recuperado algo de confianza, siente que es tratado como uno más de la
comunidad, al punto que es invitado a participar en un ritual donde baila,
grita... pero de pronto ¡vuelve y juega! hay una persona en el centro del patio
atado de manos y pies a la pilastra. Él trata de acercarse y se horroriza al
darse cuenta que es su cuerpo, se torna confundido, su convicción se trasboca,
culpa al hombre de controlar su pensamiento y disponer de su cuerpo. Sin
embargo, un pitido inesperado irrumpe, con ello un pensamiento que le evoca:
que su cuerpo sigue ahí porque aún no ha muerto, que la culpa no es compartida,
que fue él quien se quitó la ropa, que los 4.500 pesos están sobre mesa, que el
frío y el ruido se deben a la ventana abierta, que el olor fuerte es por el
café que hierve, que por ahora debe despertar porque pronto será un nuevo día.
Él abre
sus ojos, apaga el despertador, se sienta sobre el borde la cama, sus pies
alcanzan el suelo y finalmente entiende que no había una vez, sino que existen
miles de veces, cada noche, en cada sueño…
Fin
ARNIF
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