Regresar
al pueblo era un golpe a su melancolía, las calles que ahora recorría, eran
adornadas por largos caminos pavimentados y comercios abarrotados que le
arrebataban el aire de antaño por el que tanto se caracterizaba, los rostros
desconocidos enmarcaban desagrado y curiosidad por su andar, sin embargo, solo
continuó, la plaza de mercado, el viejo invernadero, la gran piedra del
cañaduzal y la casa del artesano estaba allí para darle la bienvenida.
Apretando el paso, llegó a la alambrada que rodeaba el primero de sus destinos,
la reunión de los coloridos y desgastados locales parecía haberse salvado de la
modernización, el olor a madera húmeda y aceite quemado inundó sus pulmones,
una maravilla; los árboles parecían nunca haber mudado sus hojas, las arterias
que conectaban las verederas tenían aquella arena rojiza polvorienta que
amortiguaba sus pasos y el monzón de verano y su particular gusto salado seguía
depositándose en los surcos de su rostro. Era su rincón en el mundo, y aunque
su destino le dictaba una vida perfecta fuera de los confines de ese lugar, su
vacío le reclama quedarse allí para siempre.
Haciendo antes una parada en un local de comidas, cruzó el arco de buganvilias que conectaba con el campo de sembrado, y aunque deseaba pasar unas horas sentado contemplando aquel paisaje, sus entrañas le pedían ir al último lugar en su lista. El artesano, conocido por los lugareños como don Efraín, era un hombre solitario, de mediana edad con problemas de memoria; solía visitar diariamente la plaza de mercado para trabajar descargando los camiones llegados del puerto como única forma de sustento, y una vez terminada dicha labor, recorría las calles en busca de tejas. Caminado con la mirada clavada en el suelo buscaba sus tesoros, y una vez hallaba la de su agrado, conversaba con ella, y como una forma de construir una memoria fuera de sí, le asignaba el nombre de aquella persona que ese día había cambiado su suerte. Después, cada teja era decorada minuciosamente acorde a la personalidad que esta representaba, la mujer de la ventana de las amapolas, la niña de las alpargatas rojas, el granjero del charco, para luego ser instalada en el techo de su vivienda contrastando con los demás colores que acompañaban la diminuta y rústica edificación e inmortalizando aquel recuerdo. Su rutina resultaba extraña y algo desagradable para los lugareños, sin embargo, seguir al coleccionista diariamente descifrando los secretos de su particular felicidad era algo que no podía evitar, y como una sombra, imitaba sus movimientos, su esfuerzo y humildad, buscando obtener las respuestas que su mente de infante reclamaba en aquel tiempo. El pasar de los años, hizo que aquella extraña amistad se distanciara, el rumbo del hombre seguiría estoico, mientras el del más joven alcanzaría otros límites.
Ahora que
el niño había regresado buscaría la tan codiciada compañía del coleccionista de
tejas, preguntaría sobre aquellas personas a las que había inmortalizado en su
obra y preguntaría sobre la teja que le había elaborado. Cuando finalmente pudo
reconocer su cansada silueta en la lejanía dirigiéndose hacia él, despertó.
Este último encuentro con la cámara de hipersueño lo había dejado en un estado
de suma conmoción, durante los 71 años que llevaba en su viaje sin retorno, los
sueños en soledad habían sido comunes para él, los rezagos de su vida en la
tierra no habían tenido sentido, sin familia y amigos su propósito parecía
desdibujarse con la aparición de sus canas, sabía que estaba destinado a
desaparecer, y aun así, lo haría bajo sus propios términos.
Perderse en el espacio era algo que en su momento sonó tentador, una salida a
su interminable realidad, más no contaba con hallar la esperanza, no después de
ser prisionero de largas conversaciones consigo mismo y la frivolidad de
espacio, no hasta aquel sueño, no hasta aquel coleccionista. Ahora parecía
existir algo en los confines del universo, ese hombre parecía haber guardado
todas esas personas para su llegada o regreso, había pintado esos paisajes para
él, parecía estar esperándolo a él, imágenes que quizá pertenecían a un pasado
ajeno o al futuro que lo esperaba, ya no estaba solo, al menos, no en sus
sueños.
-Cuarzo.
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